Mayo

En más de una ocasión mamá había repetido una frase frente al espejo de mi habitación, mientras descartaba una prenda de mi armario y me daba otra más “adecuada”.
—El negro es sinónimo de clase —, repetía mientras se miraba en el espejo y retocaba su peinado perfecto.
Sobra decir que yo lo odiaba.
El negro, el azul oscuro y el marrón sin adornos eran los preferidos de mamá, todos engalanados con su joyería fina.
Quizás lo mío era solo una respuesta infantil de rebeldía ante su vacía perfección, adoraba mis faldas con estampados de todos los colores, mis blusas de trasparencias y mis vestidos holgados y veraniegos.
El abuelo decía que la forma de vestirnos era una expresión de nuestro interior. Mirando mi vestido negro, conseguido por mi madre con una perfección que parecía programada, no pude comprender cómo vistiendo todos una color tan horrible haríamos homenaje a un hombre como él.
El nudo en mi garganta volvió, y ya había olvidado cuántas veces lo había tragado.
Levanté mi rostro y con toda la fuerza de voluntad que pude reunir di otro paso más, siguiendo a papá y mamá, que caminaban al unísono con los ojos ocultos tras gafas negras y vistiendo ropas perfectas mientras avanzaban hacia donde el sacerdote esperaba. La procesión de personas detrás de mí parecía una ola enorme capaz de ahogarme, pero no me di la vuelta, sabía que el temor sería insoportable.
Miré el ataúd mientras bajaba en cámara lenta hacia aquel oscuro y profundo destino. Prefería imaginar que iba vacío, que el abuelo había hecho otra de sus bromas, como cuando era niña y había salido a hurtadillas para hacer renegar a papá y hacerme reír a mí. El sacerdote les daba las condolencias a mis padres seguido por toda aquella marea de gente desconocida y dolida hasta la extenuación. ¿Cómo podía alguien que no había conocido al abuelo tanto como yo derramar tantas lágrimas mientras que yo… yo no lograba percibir ninguna?
Lo único que sentía era una sensación fría en mi pecho, como si las lágrimas estuvieran derramándose desde mi corazón. La gente a mi alrededor comenzó a dispersarse, pero no mucho, a pesar de desear que desaparecieran por completo.
—Vamos, Cassandra, debemos estar en casa cuando los invitados lleguen —, dijo mamá, y el único indicio de abatimiento fue su voz suave. Asentí por pura costumbre y les vi alejarse entre la marejada de aquellos malditos “invitados”.
Cerré los ojos un momento, sólo un segundo, tratando de no ser drenada desde el centro de mi cuerpo.
Respiré lentamente y enfoqué la mirada, y entonces le vi.
Mis pies se movieron por voluntad propia, como si supieran que de no hacerlo podría volverme loca.
El abuelo había muerto y Giovanni había desaparecido, quizás debía aceptar que para siempre. No estaba aquí, era una respuesta clara, ¿no? Pero, a pesar de lo que yo misma había creído, no estaba sola, no lo estaba.
Él me esperó, con su figura enmarcada por el sol de la tarde, dándole un halo casi angelical. No, no angelical, salvador.
No viste de negro, no viste de negro, repetí sin descanso en mi mente
Miré su mano extendida, sus dedos largos y su callosa palma, creando una perfección puramente masculina.
No estaba sola, siempre tendría a Paolo.
Mi mano tomó la suya sin pensarlo más y él la apretó ligeramente. Levanté mi mirada y sus ojos grises y profundos fueron un bálsamo para la herida en mi pecho.
—Vámonos — dijo, y ni siquiera le tuve que responder.

***

Sentí mi piel estremecerse por la humedad del pasto. El rocío ya había caído y ni siquiera lo había sentido. Tanteé con mis manos la hierba mojada, asumiendo que además de un castigo por llegar tarde, me llevaría otro gratis por dejar inservible mi vestido nuevo. Tanteé otra vez la hierba y súbitamente la realidad cayó sobre mí, consiguiendo que me enderezara por completo. Casi pego un grito al ver que estaba sola en medio del bosque, sin mencionar que parecía ser bastante tarde, digamos que era plena madrugada.
—Abre los ojos, Bella Durmiente —, saludó risueño, como si hubiese leído mi mente y supiera que bastaba su voz para devolverme la tranquilidad. Sin embargo, causó el efecto contrario. No quería tener problemas con mis padres y pasar la noche fuera, no era el mejor modo de darles paz. Mis ojos lo observaron con evidente acusación y pronto su tono perdió toda pizca de sarcasmo.
—Tienes el sueño pesado —se excusó—, no me atreví a despertarte —, terminó por decir, y su voz fue todo dulzura, como si las palabras que soltaba fueran una obviedad, pero no me pasó desapercibida cierta nota distante. Supe de inmediato que algo no estaba bien.
Me removí incómoda en medio de la noche, manchando de barro las uñas y palmas de mi mano.
—Sí, eso parece —le hablé a la nada, incapaz de verlo debido a la oscuridad, mientras revisaba mis bolsillos en busca del móvil, no estaba.
 ¿Puedes decirme qué hora es? , su carcajada me tomó de sorpresa, asustándome, no era un sonido en absoluto alegre.
—Puedes apostar que es bastante tarde. Ya tendrás tiempo de inventarle a mami alguna excusa.
Las palabras dichas no dolieron tanto como el tono que empleó para escupírmelas. Paolo se estaba burlando.
—Antes no parecía molestarte —. Bufó él contradiciéndome.
—Me ha molestado siempre, eso puedes apostarlo, que finjas no verlo es tu problema.
Me gustaba pasar tiempo con Paolo; en este último tiempo, Paolo se había convertido en mi único refugio aparte del abuelo, el lugar donde no me sentía una intrusa, sino en casa. Por desgracia, el tiempo juntos era cada vez más reducido, y eso le molestaba. Podía entenderlo, pero no era excusa para que me hiciese esto. Él sabía lo complicada que era la situación en mi casa, ambos habíamos vivido la ira de papá de primera mano.
—Sé lo que sientes —. Fui lo suficientemente idiota para dejar salir las palabras que me sepultarían bajo un manto de cinismo. Paolo se alzó en un solo movimiento, cual felino al oler la sangre, y todo mi cuerpo gritó peligro. Prácticamente pude oír su mandíbula crujir, nunca le había encarado de este modo, pero no podía dejar que sus sentimientos interfiriesen con nuestra amistad o mi relación con mis padres. Entonces, hice lo que cualquier persona sensata en mi lugar haría: huí. Aún atontada y con rastro de sueño, salí de ahí corriendo, como la niña de antaño diez años atrás. Me sentía pequeña, pero mi acompañante ya no era mi hermano.
Pronto percibí el perfume dulzón de los viñedos. Sin tener claros mis verdaderos motivos y sintiéndome más idiota que realmente asustada, obligué a mis pies a seguir corriendo. No había tiempo para pensar.
El olor a tierra fresca y humedad estaba impregnado en mi piel. Sentía los pies pesados y cansados, y mi cabeza no dejaba de girar. Por un instante llegué a creer que ésta era una de mis tantas pesadillas, que Gio aparecería de la nada y me cobijaría entre sus brazos.
Quería despertar.
Una rama me rasgó la piel descubierta de mis piernas, mientras yo llegaba al final del sendero… pero no era Gio quién me esperaba bajo el túnel que formaban los álamos, sino Paolo.
Mis ojos se negaron a mirar y supe que no podía extender lo inevitable. Por mucho que me costase admitirlo mi abuelo tenía razón… las cosas pasan porque tienen que pasar.
Ni siquiera con aquel recordatorio fui capaz de llorar.
Un rayo de luna se coló por entre las ramas, surcando la mitad de su rostro, tan hermoso e imponente a la vez.
—No…—pidió, mientras una de sus manos se alojaba temblorosa sobre mi rostro—. Por favor, no.
Un vapor claro brotó de mis labios mientras suspiraba nerviosa. La temperatura era extremadamente baja a pesar de encontrarnos en primavera. Estiré mi brazo hasta alcanzar el suyo, aún situado sobre mi mejilla y cruelmente pude apreciar un brillo de esperanza bailar en sus ojos. Era tan injusto…
—No soporto que me temas.
Asentí ante sus palabras, recordándome lo idiota que era con mis constantes temores infundados. Paolo era bueno, Paolo no era Giovanni, él jamás me dañaría… me amaba.
—¿Realmente crees saber qué siento? —. Lo sabía, o creía hacerlo, pero esta vez negué, aterrada ante la posibilidad de su rechazo, incapaz de soportar otro no. Simplemente, era demasiado doloroso para siquiera llegar a imaginarlo.
Paolo llevó mi mano hasta su pecho y ahí, con la luna como único testigo pude oír de un modo asombroso su corazón latir, hermoso y desaforado, iniciando una carrera como si mi toque quemase. De pronto, los sonidos de la noche parecieron perder importancia; en su lugar, un par de jadeos acicalaron nuestro entorno.
Alcé el rostro y el rayo lunar continuaba surcando su cara. Sus ojos nunca fueron más grises ni hermosos. Quise besarlo.
Mi mano cubrió la suya, aún temblorosa sobre mi rostro y cerré los ojos por pura necesidad.
—Cuando el ardor en tu pecho se haga insoportable —respiró contra mi rostro, mientras sus dedos añadían firmeza a su toque. Por mi parte, mi conciencia se debatía entre pedir que siguiese o fingir —como siempre— y alejarme de una vez, pero él seguía hablando y sus mentiras me cegaban.
—Cuando tu boca arda por encontrar alivio en la mía —nuestros pechos finalmente se tocaron.
—Cuando me necesites como al aire —susurró lentamente, casi tocando mi oído—. Entonces ahí comprenderás lo que siento —súbitamente se alejó—. No antes, nunca antes.
Realmente pensé que iba a besarme, y deseé que lo hiciera, por eso cuando se alejó y me cobijó entre sus brazos, los deseos de llorar me sacudieron como nunca. La falta de Gio, el cinismo de mis padres, la muerte del abuelo, todo. Simplemente era demasiado.
No pude hacerlo.
—¿Sabes que voy a estar aquí siempre, no?
Procuré centrar mi atención en alguna mosca imaginaria por detrás de su cabeza. Lo cierto era que no me apetecía ruborizarme frente a él, y bueno, no es que fuera precisamente difícil cuando sus manos sujetaban las mías de ese modo tan… íntimo. Recordé que estaba oscuro y él no sería capaz de notar mi sonrojo.
—Lo sé —sonreí, porque recordaba… siempre recordaba.

***

 Subí las escaleras de dos en dos, demorándome a conciencia para evitar que la madera crujiese. En un momento me preocupó que mamá estuviese esperándome despierta, pero no fue hasta que reconocí a doña Guiliana lavando las pilas de loza amontonada, que recordé que mamá y papá habrían aprovechado la ocasión para beber a sus anchas.
—No tientes a tu suerte —, me recordé, mientras deliberadamente me saltaba otro escalón. Mamá y papá podrían haber bebido, pero eso no quitaba que tuviesen el sueño liviano incluso con alcohol en su organismo, sobre todo mamá.
Cuando llegué a mi cuarto, la cama se encontraba hecha, los libros cuidadosamente ordenados por orden alfabético y un sencillo macetero de rosas secas me acusaba desde la esquina de mi velador.
Paolo.
Pensar en él hacía que el nudo en mi garganta se volviese caliente y afilado, como si la carne en esa zona estuviese siendo desgarrada por el fuego mismo. Me sentía ahogada, y el ahogo no había sino aumentado desde que me dejó en la parte trasera de la hacienda.
Salí de mi cuarto, pensando que no se sentía para nada mío, hacia donde yo sabía que tenía que ir, por mucho que a mamá le molestase. Suspiré aliviada en cuanto los tacones abandonaron mis pies, y nuevamente alejé la idea de ponerme un pijama, no me quedaban fuerzas ni siquiera para hablar.
Caminé por el largo pasillo hasta la esquina contraría del corredor. Mis pies descalzos se sintieron frescos sobre la madera, una suave caricia sin mediar invitación. Cuando mi mano alcanzó el pomo de su puerta, todo mi cuerpo se preparó para la oleada de nostalgia y por primera vez en nueve años, me sentí realmente sola en su habitación.
Y fue ahí que lloré.
Densas lágrimas resbalaron por mis mejillas, fastidiando mi carne y engullendo mi dignidad. Dolía tanto que parecía que estuviese muriendo. Había perdido a las personas que más había amado en mi vida. Secretamente me sentía culpable, porque una parte de mí hubiera preferido mil veces que la muerte se hubiera llevado a uno de mis progenitores en lugar del abuelo.
— ¿Por qué la vida es tan injusta? —sollocé, y sólo entonces reparé en la débil luz que se filtraba por la puerta del baño. Giré mi vista hacia la cama y junto a ella dos maletas se apoyaban con disimulo.
Mis pulmones se cerraron y todo mi cuerpo se preparó para su encuentro.
Liss







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