La mañana siguiente a nuestra tarde de películas, como me gustaba llamarlo, ya que era demasiado duro pensar en Paolo, también en Clara, su sobrina y la enorme humillación a la que habían sido sometidos el día anterior a manos de mis padres por culpa de mi hermano y mía, me prometí a mí misma que no volvería a dirigirle la palabra a Paolo. Ya era suficientemente malo haberme encaprichado con él, no podría exponerlo a más malos tratos...
«Mentirosa». Regresó mi conciencia y me pregunté si tal vez debería escucharla para variar, quizás mi problema era más sobre no saber qué hacer con Paolo que preocuparme en realidad por su bienestar.
Observé el jardín que se abría paso a medida que me acercaba al nicho; el día parecía sacado de un cuento: un sol resplandeciente se mostraba en el cielo y el olor dulce de la uva introduciéndose a través de la pared, era ideal para un día de campo.
Al abuelo le hubiera encantado... Por eso estaba acá. En su tumba, frente a una lápida que citaba:
Aquí yace Carlos Monetti Di Maria.
Padre, abuelo y un hombre de valor.

Sostuve con fuerza las palomitas que había logrado rescatar del hambriento de mi hermano el día anterior mientras veíamos películas. Sabía que la ocasión ameritaba flores en lugar de comida, pero esto no se trataba sobre mí sino de él.
Y el abuelo siempre odió las flores.
Recordarlo a él inmediatamente me hizo pensar en papá; curioso, ambos compartían sangre y el mismo nombre, sin embargo no podrían ser más opuestos. El abuelo siempre fue todo risas, más un niño que un adulto, solía cambiar la voz y un par de veces me dejó peinarlo y con esto me refiero a hacerle un par de coletas tirantes. Para ese entonces él bordeaba los ochenta, solo entonces pudo permitirse olvidar el afeitado y los cortes de cabello. Papá era un asunto completamente diferente, el abuelo solía decir que había nacido con alma de viejo, tal vez era verdad, quizás sus almas habían sido intercambiadas.
De los dos Carlos Monetti papá siempre había sido el malo, para mi hermano, para los trabajadores, algunas veces incluso para mamá, pero el hombre que yo vi anoche no era malo, un poco seco y carente de humor tal vez, aunque nadie iba al infierno por eso.
Esos ojos verdes a quién debía el color de los míos, nunca habían estado tan muertos como cuando se despidió y fue a encerrarse en su estudio. Papá estaba sufriendo, saltaba a la vista, me preguntaba si se daba cuenta. Si llegaría el momento en que rompería a llorar de la forma que debió haber ocurrido en el cementerio un mes atrás durante el entierro del abuelo.
Con un suspiro adormilado me estiré en mi lugar. Ignoré la mirada recriminatoria de mi gemelo, él no lucía más despierto que yo. Me había duchado temprano, cuando el reloj aún no daba las siete y había corrido en busca de mi mejor tenida, ya que visitaría al abuelo y él se merecía lo mejor. Mateo, el chofer de nuestra familia, era cuñado de Paolo, se había casado con su hermana menor. Lo cierto es que el sesenta por ciento de los trabajadores de nuestra hacienda estaban emparentados de una forma u otra, lo último que necesitaba era encontrarme con Paolo o que este se enterase de que iba a salir.
No necesitaba su consuelo, ni sus abrazos, sobre todo, necesitaba dejar de depender de él.
Así que, en lugar de cruzar la viña para esperar el chofer de nuestra familia, opté por la moto de mi hermano.
No había sido fácil, Giovanni se había ido de farra la tarde anterior después de que yo me acostara y no había regresado hasta entrada la madrugada aprovechándose de que papá había seguido los consejos de nuestra madre. Ella puso unos calmantes en su cena anoche y el pobre aún no despertaba. Así que ahora mi hermano estaba con una resaca horrible. Lo último en su lista de prioridades era acompañarme al cementerio. Al principio él había estado reacio, pero todo eso cambió cuando lo amenacé con contarle a papá que no había llegado a dormir.
 Secretamente comenzaba a temer que él y el abuelo no hubieran estado en tan buenos términos como yo pensaba, pero algo en sus ojos verdes, ese matiz oscuro que adquiría cuando alguna situación lo superaba, hizo que alejara esas tonteras de mi cabeza de forma inmediata.
Me recordó la mirada de papá, pero no comenté nada al respecto. No quería disgustarlo más de la cuenta.
—Dime que eres más inteligente que eso —soltó mientras yo avanzaba hasta la tumba de nuestro abuelo y me arrodillaba junto a una corona de flores, presumiblemente de papá y mamá.
Me quedé unos minutos observando el óvalo fúnebre, constaba de una veintena de claveles, blancos y pequeños.
—¿No pensarás arrojar esa mierda sobre la tumba, verdad?
Giré a mi espalda y le lancé una mirada por encima del hombro que esperaba fuera lo suficiente clara.
—Oye, Cass, lo digo en serio —continuó sin inmutarse—. Dile lo que sea que quieres decir y larguémonos rápido antes de que alguien te vea, porque ahí sí que nos sacarán a patadas de aquí.
Lo dudaba mucho, mi experiencia con funerales era nula antes de la muerte del abuelo, pero en aquella ocasión había captado atisbos de un par de tumbas repletas de peluches.
Tumbas de niños, pensé en aquel entonces. Ahora en cambio solo podía pensar en la falta de tino por parte de mi gemelo, sí, lo había cabreado. Entendía muy bien su situación, tenía sueño y le dolía la cabeza, pero seguía siendo una situación delicada. Apenas había pasado un mes. ¿Cómo podía actuar tan campante?
—Si quieres puedes irte, yo me quedaré —, dije sin mirarle, pero la voz me falló en la última sílaba y Gio lo notó. Escuché sus pasos lentos cuando avanzó hacia mí por detrás.
Enojada como me sentía, no quería su consuelo, no quería su abrazo, quería escupirle en la cara por no sentir dolor. De alguna manera retorcida, me daba la impresión de que él le había fallado a abuelo, no se trataba de una competencia de quién lloraba más, pero había pasado un mes, ¡solo un mes!
Así que me moví hacia la izquierda tomando los claveles en mis manos y ocupando su lugar cuando Gio se arrodilló a mi lado.
—Vamos, no llores —, dijo lentamente, parecía que le costaba trabajo hablar. Bien por él, ojalá se ahogara con la lengua.
—No estoy llorando. Y ¿sabes una cosa?
Me giré hacia la derecha, hacia él, demasiado consciente del lugar en el que nos encontrábamos. De alguna manera, parecía pecado hablar palabras fuertes frente al abuelo... O lo que quedaba de él.
Gio esperó, sus manos ocultas en los bolsillos de sus jeans, una camisa a cuadros gris y negra mal abotonada y la barba incipiente eran sólo un plus para esas ojeras de zombi.
Casi sentí pena, casi...
—Odio cuando dicen eso. No llores, quiero decir… ¿Quién eres tú para decirme si puedo no llorar? ¡No sé vivir sin él!
Gio no había llegado a tocarme, pero si pensaba hacerlo cualquier indicio murió ahí, junto con la apariencia serena que mostraba su rostro.
Los ojos verdes que tanto me recordaban a papá se volvieron fríos, su boca adquirió un rictus cruel y la postura alicaída que había adoptado para hacerme compañía se volvió erguida cuando se puso en pie y cruzó de brazos.
Pasó largo rato en el que ninguno de los dos dijo nada, en lugar de discutir con mi gemelo decidí aprovechar el tiempo en lo que importaba y me dediqué a conversar con el abuelo, le pedí disculpas por haber olvidado el aniversario de su muerte y en recompensa le dejé el tazón de palomitas, hubiera sido mejor un cuenco lleno, pero de todos modos él no las podría comer, me recordé.
Tan concentrada estaba relatándole al abuelo los últimos acontecimientos, ni siquiera tuve que exagerar sobre lo mucho que papá lo extrañaba, me bastaba con cerrar los ojos para recordar la expresión desolada de su rostro, que me llevó unos segundos distinguir el origen de ese olor.
¡Esto era el colmo! Chispas de ira se encendieron en mis ojos, de repente lo veía todo rojo. ¡Al diablo la resaca! Ni todo el alcohol del mundo podría justificar una desubicación así.
—¿Estás fumando?
Besé la tumba y me puse en pie. Demasiado tarde noté que en mi reticencia a decir palabras fuertes en frente del abuelo, había estrujado los pobres claveles al no saber qué hacer con mis manos.
—Ajá, sigue con lo tuyo —, contestó sin mirarme.
—Apágalo
—Cuando acabe.
No sé bien qué fue, su falta de interés, su desfachatez o la desgarradora mezcla de emociones que me estaba consumiendo en ese momento; pero sea como fuera, crucé los metros que nos separaban de dos zancadas y le arrebaté el cigarro de la boca lanzándolo lejos.
—Ya está. Ahora sí podemos irnos.
Él no se movió, él no me miró ni habló, en cambio se quedó quieto como una estatua observando sin ver, escuchando sin decir nada.
Me encaminé furiosa hacia la salida del cementerio. Estúpido, inmaduro desagradecido. Papá tenía razón, ciertamente yo había estado equivocado, oh... Tan equivocada, debía ser culpa de mamá que no hacía más que hablar mentiras sobre su hijito preferido.
—Cass —, lo escuché llamarme, pero yo ya había ganado ventaja y no estaba por la labor de esperarlo. Sentí sus pisadas desacompasadas a medida que corría para alcanzarme.
Absurdo, como si despertase de una epifanía. Menudo idiota.
—Espérame.
Y fue ahí que exploté.
—¿Que te espere? ¿Por qué debería hacerlo?
Tú no lo esperaste, te fuiste y él tuvo que morir solo.
¿Tienes idea de cuánto te extrañaba? ¿Cómo me preguntaba por ti durante las noches?
Todas las navidades se quedaba despierto mirando a la ventana encima de su sillita mecedora. Y no era por mí genio, era por ti. Porque quería verte. Era nuestro abuelo Gio, tal vez para ti fue fácil abandonarlo hace nueve años, pero para mí no lo es. No puedo simplemente dejarlo ir...
—¿Esto es sobre el abuelo o sobre ti?
—¿Perdón? —No reconocí mi voz, estaba demasiado sorprendida por la forma en que acababa de aferrarse a mi brazo. Girándome hacia él, obligándome a verlo, pese a que era lo último que me apetecía hacer.
—Es solo que... Me llamó la atención algo que dijiste ¿Qué fue todo ese rollo de « tal vez para ti fue fácil abandonarlo hace nueve años, pero para mí no lo es»? —Soltó haciendo comillas con sus manos.
—No voy a retractarme…
—No pido que te retractes, quiero que me expliques.
—¿Explicar? ¿Explicar, qué? Mírate, eso es lo que parece, actúas como si fueras otra persona. No reconozco en ti a mi hermano.
—Te dije que había cambiado.
—Sí, lo dijiste, pero no pareces cambiado, lo que pareces es otra persona.
Él dio un paso hacia mí y de alguna manera, me dio la impresión de que algo se había roto entre ambos. Su porte, Gio era tan grande, siempre había sido una molestia, pero yo quería a esa molestia, era mi hermano. Ahora en cambio parecía dispuesto a golpearme de un momento a otro mientras la manzana de Adán subía y bajaba de su cuello.
—¡Soy otra persona!
—No me grites.
—Entonces deja de entrometerte en mis asuntos. Maldita sea, Cass, madura de una vez.
Pero no se trataba de madurez y ambos lo sabíamos…

Liss.
(Gracias a Beth por la  corrección)

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