Disclaimer:
Pido seriedad y respeto, la mayor parte de esta historia está basado en personajes reales.

Cuando hablamos de niñez, de inocencia, lo primero que se me viene a la mente es un recuerdo de mi madre, bueno ella y Sarita, mi hermana recién nacida. La llevaba sujeta en un brazo de forma descuidada mientras apretaba mi mano con el que le quedaba libre.
Eran contadas las ocasiones en que mamá me tocaba para algo que no fuera darme una lección, pero esta ocasión era diferente. Estábamos de pie a sólo centímetros de un pozo, era una noche hermosa, demasiado hermosa para la situación. Mi hermana pequeña no dejaba de llorar, también yo lo hacía ahora, pero mamá no lo notaba, ni siquiera estoy segura de que fuera capaz de escuchar, se encontraba sumida en una especie de trance.
—Mamita, por favor —, sollocé, mis dientes castañeaban mientras me aferraba a su falda, pero ella no oía o no quería hacerlo, si es que hacía alguna diferencia.
Ella afianzó su agarre, arrastrándome con ella justo al borde del precipicio. El pozo tenía dieciocho metros de profundidad y cuatro de ancho, la superficie estaba formada por una esfera de ladrillos rojos, tenía los pies descalzos por lo que no me sorprendió que el dedo pequeño de mi pie izquierdo se rompiera cuando tropecé al subir una vez que mamá me empujara.
—Ma… mi… ta —rogué otra vez, mi pecho no dejaba de temblar, tenía los labios en carne viva y los ojos me ardían—, no, por favor.
Ella comenzó a subir hasta la superficie, mi hermana gritaba a estas alturas y la luz de la luna apenas me dejaba apreciar su pequeña carita.
—Mierda  —se quejó mamá soltando un quejido mientras se doblaba sobre su cuerpo y llevando una mano hasta su estómago.
—¡Te dije que te callaras! —gritó, cacheteando a mi hermana como si ella tuviera la culpa de que le doliesen los puntos de su cesárea.
—¡Mamá te amo! —imploré yo, intentando hacerla reaccionar, esperando que mi amor le llegara.
—¡Cállate cría! , ¡Maldita sea, sólo cállate!
Mientras intentaba parar a mamá, un leve mareo me sobrevino y recordé que habían pasado tres días desde la última vez que comí. Era normal, yo ya estaba casi acostumbrada a convivir con el hambre, pero mi hermana no sabía, aún no había tenido tiempo para enseñarle y mamá se negaba a darle leche. Decía que no la quería, como tampoco me quería a mí.
Ahí, al borde del abismo, pensé en papá. Nunca lo había conocido, pero me lo figuraba alto, con el cabello claro y liso como yo; sobre todo muy buen mozo, con modales exquisitos , en eso último no nos parecíamos demasiado, pero teníamos otras cosas en común. Siempre había imaginado a papá como un hombre con el corazón del tamaño de Dios, lleno de cariño esperando por mí, para entregármelo… Igual que yo.
«Sálvanos», rogué en mi mente, pero sabía que aunque mis deseos le alcanzaran, él no alcanzaría a llegar. Nadie podría salvarnos, el vecino más cercano se encontraba a tres kilómetros caminando. Así que no me sorprendió que mamá apretara bien fuerte mi mano y tomase impulso para saltar.
Pasé la mano por mi nariz para sonarme mientras cerraba los ojos y trataba de no llorar.
—¡Zoe! —gritó alguien, lo suficientemente fuerte como para que ella lo escuchara en su lugar. Mamá giró sobre su cuerpo y observó a su espalda.
Nunca entendí, ni siquiera hoy, si eso podía ser catalogado como un milagro. Tal vez lo era, quizás no se trataba de Dios o los ángeles, sino de la persona adecuada en el momento indicado, pero sea como sea, Ted, nuestro vecino, venía corriendo hasta donde nosotras.
A continuación, todo fue una serie de imágenes difusas, mamá trató de saltar otra vez, con mi hermana y yo bien sujetas de sus manos, pero para ese entonces Ted ya estaba sobre nosotras y la tenía sujeta entre sus brazos.
—Ten Rocío —me había dicho, mientras yo, aún sin terminar de asimilar los sucesos, sostenía el bebé tembloroso que él depositaba con torpeza entre mis brazos.
—Todo estará bien —le dije a mi hermana, mientras la abrazaba con fuerza y la aferraba a mi pecho.
—¡Déjame! —gritaba mamá, luchando contra el cuerpo de Ted y dando patadas al azar, pero él era más fuerte que ella y había sabido sujetarla.
—Vamos niñas, entren a la casa —, no mencionó que mamá iría después, no hacía falta, ya teníamos suficientes malas noticias por una noche.
—Gracias —me limité a decir, ignorando su sonrisa dulce, yo no me fiaba de las sonrisas de nadie, sobre todo de los hombres, eso sólo significaba que querían algo a cambio, y había pagado demasiado caro cada uno de esos gestos de cortesía. Así que, en lugar de esperar a que Ted añadiera algo más, corrí de regreso a la casa y me apresuré abrigar a mi hermana.
Media hora después, mamá entro a casa casi arrastrándose,  Ted la llevaba sujeta de un hombro, pero no parecía mejor que ella.
—Se desmayó —fue todo lo que dijo. Yo acababa de hacer dormir a Sarita así que agradecí que él hablara en voz baja.
Guié mi vista hasta el rostro de mamá, estaba lívido y la zona donde se tocaba con las manos tenía una mancha oscura de sangre.
—Se le abrieron los puntos de la cesárea —Jadeé, él sólo se encogió de hombros.
—¡Hay que hacer algo!
—El hospital está a horas de distancia, no hay mucho que podamos hacer. Tal vez sólo necesite descansar.
Di otro vistazo a mamá, medio esperando que se me tirase encima, pero ella estaba tan pálida, y lucía tan débil.
—Dime dónde la dejo.
Apunté hacia mi izquierda donde había sido levantada una pared improvisada hecha tablas, cada una de ellas clavada torpemente sobre la otra. Era la única división existente en la casa.
Una vez que Ted se hubo marchado, corrí a ver a mamá, la faja que usaba para proteger la herida se había empapado con su sangre y podía ver cada uno de sus puntos a medio coser.
Cubrí la herida rápidamente, mientras sentía el sudor formándose en mi nuca mientras intentaba controlar el temblor de mis manos.
Sarita despertó entrada la madrugada, llorando, como era costumbre. Sólo con acercarme pesqué un atisbo de mal olor, así que tomé uno de los chalecos viejos de mamá mientras salía al exterior.
Toda la gloria del campo me dio la bienvenida: su olor, su frescura. El temblor propio de su frío y la infaltable soledad que me azotaba día tras día.
Inhalando hondo, me abrí paso a la barra donde habían instalado un cordel y yacían tendidas una decena de camisetas viejas que utilizábamos como pañales para Sarita. Con cargo de conciencia, me desvié sólo por unos segundos para correr hacia la caseta del baño, odiaba dejar demasiado tiempo a mi hermana sola, pero no podía aguantar más.
Mientras limpiaba a mi hermana y trataba de evitar que se quejara del agua fría, haciendo caras raras para distraerla, se me ocurrió que tal vez esta podía ser la ocasión perfecta para alimentarla.
Mamá no había despertado en toda la noche, tal vez hoy si accediera a darle leche. Sin embargo, cuando puse el cuerpecito de Sarita sobre uno de sus pechos, ella ni se inmutó y yo comencé a preocuparme.
Llevé una mano hasta su frente, ella estaba ardiendo.
De repente, tuve esa extraña sensación en mi pecho, no sabía cómo, sólo que tenía que hacerlo.
Volví a revisar la herida del día anterior, lucía abierta, si cabe peor y supe que no tenía más opción que ayudarla yo misma.
Corrí hacia el costurero y tomé hilo, aguja y Metapío y procedí a coser los puntos de cesárea de mi madre. No supe si fue la suerte u obra de un milagro, pero de alguna manera yo había terminado salvando su vida sólo horas después de que ella intentara arrebatar la mía.
Ese día, esa mañana, mientras mis manos temblaban intentando pasar la aguja por la cicatriz correcta y suturar la carne, alcancé el fin de la inocencia.


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(Mañana edito)
Besitos y Bendiciones!
Liss