¡Gracias por el FanART Chio!
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Disclaimer:
Pido seriedad y respeto, la mayor parte de esta historia está basado en personajes reales.

La vida en el campo no era tan dura, no para todo el mundo al menos. Nuestros vecinos no tenían grandes riquezas, pero una cosa era segura, nadie estaba tan mal como nosotras. Existía una gran diferencia entre el resto de los niños y yo. Era yo quien vestía con ropa sucia y rota, la que usaba *ojotas en lugar de zapatos, la que tenía que perseguir liebres para tener qué comer. Tal vez no hubiese sido tan chocante si hubiese nacido ahí, pero yo venía de Yajáin y sabía que existía un sitio mejor.
Tres meses atrás habíamos abandonado la ciudad, dejar la casa de Yajáin había sido furo. El contraste con el campo era demoledor. Viví durante siete años en una casa que parecía un palacio, de esas que incluso tienen salón de bailes con un enorme piano de cola en su centro. Solía pasarme tardes enteras observando la madera consumiéndose en la chimenea o buscando detalles desconocidos en los adornos encima de los muebles, eran de caoba  y estaban repletos de figuritas de plata y bronce. Un cuadro de Matta se alzaba en  el inicio de las escaleras y en el suelo alfombras persas me invitaban a nadar.
Y lo hacía, rodaba sobre ellas porque en aquel lugar a nadie le importaba quién era: la hija de la nana. 
En ese comedor para dieciocho personas yo tenía mi lugar en la mesa. Me dejaban bajar por las escaleras de mármol como una más de la familia , pero toda esa belleza, todos los lujos, desde las lámparas con lágrimas de cristal hasta las terrazas era demasiado cegador…
Y luego, llegar al campo donde no había luz ni agua, con la escuelita más cercana a cuatro kilómetros de distancia..., no fue fácil acostumbrarse a eso.
Nunca más ropa linda, postres ricos, perfumes, ni juguetes.
Lo habíamos perdido todo cuando mamá se embarazó y aunque nada de eso me pertenecía, en mi inocencia tan propia de la edad, lo pensaba mío, en parte porque nadie nunca me hizo sentir la hija de la nana, en realidad, siempre me creí parte de la familia, pero yo estaba equivocada.
Los señores de la casa, a quienes en ese entonces solía llamar "Tata" y "Mamita", le habían dado a mamá la opción de dejarme con ellos. Tenían dos hijos, cada uno con sus respectivos hijos. Obviamente habían demasiados niños en casa, incluyéndome, no podían criar también el que mamá estaba esperando. Más importante aún, no tenían porqué.
Aún así, le habían dado a ella la opción de dejarme con ellos para que me criaran. Por desgracia, mamá se había negado, pero aún así me lo preguntaron a mí.
¡Menuda idiotez!
Como toda niña de siete años, respondí que no. ¿Qué pequeña querría separarse de su madre?
Ciertamente, yo no lo quería. No importaba el frío, no importaba el dolor, yo amaba a mi madre con todo lo que podía llamarse vida, desde luego, para ese entonces aún no me había enfrentado a su lado B.
Algo que no ocurrió hasta el nacimiento de mi hermana Sarita, para ese entonces yo acababa de cumplir los ocho y toda la mercadería que mamá había comprado antes de venirse al campo se había agotado. Nuestro piso era de tierra por lo que la ropa no duraba limpia.
Al principio ni siquiera contábamos con la caceta, por lo que hacíamos nuestras necesidades a la intemperie, entre las matas. 
Mamá se había encargado de matricularme en una escuela rural, pequeña y humilde, relativamente cerca. Yo cursaba tercero básico y tenía muchas ganas de aprender. Pero era difícil concentrarse cuando tienes hambre, así que comencé a comer moras silvestres de camino a clases, también otros frutos.
En cierta ocasión, de regreso a casa,  una nube de humo me dio la bienvenida junto con ese cálido olor que libera solo el pan amasado.
Se me hizo agua la boca y me apresuré a llegar a casa, recuerdo que mamá estaba ojerosa, como siempre, los huesitos de su cuello sobresalían mientras daba de mamar a mi hermana. Al menos ya se había resignado a darle leche, era bueno saber que al menos una de nosotras se estaba alimentando.
Me sentí feliz por Sarita, era tan pequeña, toda ella, desde su nariz hasta las manitas. La amaba más que a nada en este mundo, si sólo pudiera ayudarla, ayudarnos, pero para eso antes tenía que aprender a leer.
—La vecina está haciendo pan —soltó mamá de repente— Si quieres puedes ir a pedirle.
Me quedé mirándola sin creer lo que me decía, primero dudé que hablara en serio, pero luego comprendí que me estaba dando permiso. Todavía con mi ropa de colegio que consistía en una solera y un chaleco amarillo, partí corriendo hacia la loma opuesta, si hubiera sido la casa de Ted hubiera preferido mil veces tragarme el hambre, pero la señora Fabiola era distinta. Tal vez se debiera a su contextura rellenita.
Hora y media más tarde, estaba de regreso. Normalmente no tardaba tanto, pero  me habían invitado a cenar.
Cuando llegué a casa, mamá me esperaba con la correa en mano.
—¿Y el pan?
—Me lo comí.
Ella abrió los ojos de forma desmesurada y una vez que acomodó a Sarita en el centro de la cama, se encargó de mí. Esa noche no pude dormir de espaldas.
Mi rutina diaria era bastante sencilla, consistía en levantarme. Dirigirme a la caseta en busca de agua en los contenedores, si no había me tocaba ir al pozo. No teníamos la mejor vida, pero una cosa era cierta: no hay como el agua de vertiente.
Incluso hoy, no he probado nada igual y me cuesta creer que exista.
Una vez limpia, o al menos tanto como se podía, me vestía y servía té de caramelo. Era bastante sencillo de preparar, echabas azúcar al tazón y le añadías una brasa caliente que derretía la azúcar formando una especie de caramelo, sobre eso aplicabas el agua caliente y ¡voilá!, tienes té de caramelo.
Durante ese año, mi mayor aventura consistió en ir a clases. El trayecto no era particularmente peligroso, las culebras ni siquiera portaban veneno y los escarabajos se mantenían ocultos del sol, pero existían cosas mucho más peligrosas…
Trevor y Eric.
Ambos eran parientes lejanos, pero de alguna forma me había acostumbrado a tratarlos como primos por insistencia de mamá. Trevor tenía quince y Eric estaba cerca de los catorce, ambos en plena adolescencia, demasiado controlados por sus propias hormonas como para resistirse a la tentativa de toquetear a su prima pequeña.
Mamá había insistido en que nos fuéramos y regresáramos juntos para evitar percances. Muy gracioso, mandaba al lobo a cuidar las ovejas.
Correr se convirtió en una segunda naturaleza y yo me había vuelto realmente veloz, una consecuencia obvia si se tiene en cuenta que competía contra chicos ya desarrollados, sus extremidades largas le daban ventaja sobre la torpeza de una niña de ocho años.
Salir de clases era el momento que más odiaba, al que más temía…
Una tarde, en mi afán de perderlos de vista, corrí, corrí y corrí, salté uno de esos cercos recubiertos con alambre de púas y continué corriendo.
—No seas cobarde —los escuchaba gritarme, se reían, se reían de mí. Estaba tan molesta, pero sobre todo asustada. Odiaba esto, la sensación de soledad, esta horrible certeza de que a nadie le importaría si hoy desaparecía, pero yo merecía algo más. De alguna forma retorcida, estaba convencida de eso, por eso seguí corriendo hasta que di con un barranco y caí en él.
En realidad no era muy grande, unos trece metros o más, pero para una niña de ocho años, eso era lo más parecido al infierno. Había aterrizado sobre unas matas de zarzamoras y todo el interior de mis muslos y rodillas se encontraba arañado por sus espinos.
A fuerza de voluntad, conseguí arrastrarme fuera de ahí. Para cuando llegué a casa ya había anochecido y la habitual vela en la ventana se encontraba apagada.
Di gracias al cielo, pensando que mamá se había dormido. Tenía demasiadas ganas de llorar, los rasmillones me ardían y mi corazón no dejaba de latir. Estaba tan cansada de esto, de huir, de estar sola en el mundo.
¿Dónde estaba Dios? Yo estaba segura de que existía, tal vez era culpa del campo. Debía ser eso, porque me negaba a creer que ya no le importara. Seguro que era por la distancia, ahora vivíamos demasiado lejos.
Entonces, mientras entraba a casa me propuse ser la mejor en clases, así podría salir de este lugar y regresar donde mi Tata y mi mamita, volver al sitio donde Dios sí podía escucharme.
Había comenzado a quitarme la ropa manchada con sangre cuando escuché a mamá maldecir. De repente, se prendió una vela, junto a la cama de ella se encontraba Leo, su ex novio con Sarita en brazos. Su pecho estaba desnudo y tenía cara de mal humor.
—¿Dónde te habías metido? —me preguntó ella después de ponerse en pie y zamarrearme con sus manos— Mírate la ropa, niña estúpida. ¡Otra vez fuiste a jugar!
Ella siempre decía eso, no importaba que tuviera la boca o las manos heridas, para ella cualquier retraso se atribuía a mis deseos egoístas por entretenerme a la salida de clases. Por eso ni siquiera protesté cuando me cacheteó, estaba demasiado ocupada pensando dónde dormiría ahora que Leo había vuelto.
Nosotras teníamos sólo una cama.

*ojotas: Calzado hecho con caucho de neumáticos.

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(Mañana edito, son 0:32 am!)
Besitos y Bendiciones!
Liss