Como ya saben, no se revela el autor hasta el final del concurso (para evitar que se dejen llevar por el nombre del autor). Si tienen dudas, pueden releer las bases del concurso Aquí.
Pido por favor sean mesurados a la hora de comentar. Recuerden que la gran mayoría de los concursantes es primerizo en lo que respecta a "originales". No soy de la idea de "si no tienes nada bueno que decir no lo digas, pero en esta ocasión agradecería un mínimo de comprensión.
Ahora les invito a disfrutar de «Sin Género»


1.      Punto de Partida
―¡Ey! – llamé en cuanto lo reconocí. Él se detuvo y miró hacia los lados.
―¿Me hablas? – preguntó al percatarse que no había nadie más que mis amigos y yo por alrededor.
―¿A quién más?– dije, de manera despectiva, mientras me acercaba.
―¿Tienes algún problema conmigo?
Me sorprendió su serenidad. Desde pequeño fui esa clase de persona que reacciona ante la menor provocación. Él era todo lo contrario, siempre tan ausente, tan ajeno a los demás. Le di un empujón, echándolo hacia atrás fácilmente.
―¿Quién te crees para jugar con mi hermana, eh?
―¿Tú hermana?
―¡No te hagas el imbécil! Sabes de quién hablo.
―Realmente, no lo sé.
―Verónica, pedazo de idiota, VERÓNICA. Quizá necesites que te parta la cara para que no lo olvides.
―Ah, ella…
Su total indiferencia hizo hervir mi sangre. Como he dicho, soy una persona irritable, así que no dude en estrellar mi puño contra su rostro, mandándolo directamente al suelo. Mis amigos soltaron una carcajada, mientras él se limpiaba el hilo de sangre que escurría por una de sus fosas nasales. Le miré desde arriba, preguntándome qué mierda tenía mi hermana en la cabeza como para llorar por un tipo así de enclenque.
Se levantó sin decir ni una maldita palabra. Sus ojos se limitaron a verme fijamente, sin miedo, sin dolor, sin coraje, sin emoción alguna que pudiera ser descifrada. Me resultó ridículo, teniendo en claro que podía dejarlo postrado en el suelo si quería. No había forma de que se defendiera, él iba solo y yo tenía como respaldo a tres personas. Además, todos estábamos consientes, en ese callejón que él tomaba para irse a casa, a lo mucho y transitaba algún vagabundo ebrio.
―¿Has terminado? – inquirió, casi con aburrimiento.
―Pídele perdón a mi hermana.
―¿Por qué habría de hacerlo? No recuerdo haberla ofendido. Lo único que hice fue hacerla a un lado cuando se me insinuó en la bodega.
Le terminé hinchando el otro lado de la cara y partiéndole la nariz. Andrés e Ignacio tuvieron que controlarme. De no ser por ellos, quizá lo hubiera terminado matando a golpes. No importaba si lo que me había dicho era verdad. Es más, yo lo sabía, Verónica no era precisamente una mujer reservada. Quizás debería de estar agradecido por haber evitado que cometiera una estupidez, pero lo único que tenía presente en esos instantes era la expresión temblorosa de mi hermana antes de que yo la encontrara a punto de engullir un buen puñado de pastillas.
Nos marchamos, dejándolo tirado en el suelo.
..
―Sergio, ¿qué has hecho? – preguntó Verónica al reparar las manchitas rojas que habían llegado a mi camisa.
―Nada que te importe.
Esperó a que la hora de la cena terminara. No le convenía hablar del tema. Papá y mamá no sabían nada al respecto.
―¿Lo golpeaste? – exigió saber, en cuanto entró a mi habitación.
―Lo dejé vivo. Si te molesta, lo puedo solucionar.
―¡Sergio!
―¿Qué? – pausé el vídeo-juego y la encaré – No me digas que estás preocupada por él después de lo que te hizo.
―Por supuesto que lo estoy – titubeó – Quiero decir, no tenías porqué. Al final de cuentas… yo… fui yo….
―Ya calla – espeté – Te lo dije, está vivo. Es tu problema si quieres seguir atormentándote por algo que no vale la pena. Sólo te pido que no pienses en más idioteces.
―Lo siento – me abrazó desde atrás – Te preocupé, ¿no es así? Lo siento. Ese día, estaba demasiado dolida. He estado enamorada de David desde hace casi dos años. Todo ese tiempo esperé a que me notara. No lo hizo, así que yo… La culpa es mía.
 Blanqueé los ojos sin que ella se diera cuenta. No creía necesario mostrarle lo inadmisible que me parecían sus sentimientos. ¿Amar a alguien por tanto tiempo y de manera unilateral? ¿A quién se le ocurre semejante tontería?

2.      Con drama, reflexión e ironía

Él llegó a clases con una costura en la ceja izquierda, el labio partido y el rostro prácticamente irreconocible. Cabe mencionar que habíamos estado en la misma clase desde el inicio de la escuela media, pero jamás habíamos cruzado una sola palabra. Para ser sincero, ni siquiera había notado su existencia hasta que mi hermana se interesó  en él y me atacó con preguntas que no tuvieron una respuesta.
¿Cómo se llamaba? ¿Dónde vivía? ¿Su edad? ¿Tenía novia? ¿Estaba en algún taller extra escolar? Lo desconocía por completo. Lo único que sabía, y eso porque saltaba fácilmente a la vista, era que casi nadie en la escuela trataba con él, que era de esa clase de personas que se aislan del resto y pasan a ser una especie de sombra que todos ignoran.
―¿Crees que se queje en la dirección? – preguntó Ignacio.
―No sería mala idea dejarle en claro que no debería de cometer errores – propuso Gabriel.
―¿Lo esperamos a la hora de salida, como ayer? – terció Andrés.
Los tres voltearon a verme, dándome a mí la última palabra. Le di una gran mordida a mi Sándwich antes de contestar.
―Dudo que abra la boca a estas alturas, pero, si lo hace, me aseguraré de arrancarle la lengua.
Dos semanas después y sin recibir ningún reporte. Las heridas que le había ocasionado comenzaban a desaparecer. Era como si nada hubiera sucedido o como si él lo hubiera olvidado por completo. Qué aburrido, pensaba cada vez que lo veía, qué cobarde. Verónica tenía que ir mejorando sus gustos si no quería terminar con un bueno para nada.
La señorita Palacios pidió que me quedara a la salida de clases. En otra ocasión, hubiera aceptado de buena gana, cualquier pretexto era bueno para poder ver de cerca aquel enorme y firme par de senos asomándose a través de los elegantes escotes de sus blusas, pero esa tarde me encontraría con Mireya. Y si bien una de mis debilidades eran los pechos copa “C”, nada podía contra las caderas bien torneadas de mi novia.
―Sergio, estuve revisando tus calificaciones.
Ah, mis calificaciones. ¿Qué había de malo en ellas? De acuerdo, reprobaba todos los exámenes bimestrales, pero al final aprobaba las recuperaciones y asunto solucionado. Todos sabíamos eso, ¿por qué venía a preocuparse a estas alturas del partido?
―Son un poco bajas, así que me permití tomarme la libertad de escogerte un tutor para que te apoye.
―No lo necesito. Me pondré a estudiar por mi cuenta para los finales.
―No lo dudo, pero, ¿no crees que es mejor comenzar desde ahora? Quiero decir, no todo el tiempo podrás salvar las cosas en su último momento.
Me pareció innecesario contestar. Los adultos no escuchan a los adolescentes, siempre asumen que tienen la razón, aunque realmente están en un grave error. A mis diecisiete años no podía ganar una discusión con una mujer de casi treinta años, por mucho que lo intentara. Además, si lo pensaba de manera positiva, si lograba librar el semestre sin ninguna recuperación final, podría pedirle a mis padres que me compraran un nuevo ordenador y ellos no podrían negarse.
―¿Y quién es? – quise saber, nada más por simple curiosidad – Mi “tutor”, ¿quién es?
―David Ulloa. Hablé con él y dijo que no tenía ningún problema.
―¿Le dijo que se trataba de mí?
―Llevan años estudiando en la misma clase, ¿cómo no lo sabría? Sergio, espero que tus calificaciones suban para los siguientes exámenes. Puedes retirarte.
¿Qué mierda era esto? ¿Ese mudo bueno para nada, mi tutor?
―¿Pasa algo?
―No.
Mireya se colgó de mi brazo y caminamos en silencio hasta el centro de vídeo-juegos en el que nos habíamos conocido siete meses atrás. Ambos éramos adictos al x-Box, podíamos pasar horas con un control en mano, sin voltearnos a ver. La mayoría de nuestras citas se basaban en lo mismo: jugar, ir a tomar un café y terminar en un motel barato. A mí me parecía genial.
Lo reconocí sin mucho esfuerzo, en la salida del hotel. Realmente no era una tarea complicada. La finta que se cargaba no era demasiado común, si se pensaba con detenimiento. Cabello medio largo, pantalones militares, playeras de bandas heavy metal. De acuerdo, yo vestía más o menos lo mismo, pero había algo en él que destacaba. Al menos, yo lucía como una persona limpia. Él era la viva representación del desaliño.
Pasé a su lado, sin que me notara, justo cuando una chica con ropas góticas le disparaba una bofetada que prometió ser dolorosa. No vi nada más, no me interesaba, pero recuerdo que vagamente pensé que al tipo le gustaba liarse con las mujeres.
..
―Lee esto y, si tienes alguna duda, me preguntas – dijo al día siguiente, entregándome un enorme libro de Historia que dejó sobre su escritorio.
Observé la enorme biblia. Él continuó:
―Las asesorías para matemáticas, química y física serán los martes, jueves y viernes, entre tres y cinco de la tarde. En tu casa.
―¿En mi casa? ¿Realmente eres idiota o simplemente te vale una mierda lo que mi hermana siente por ti?
―De acuerdo, que sea en mi casa entonces – solucionó y se acomodó los casquillos.
Una escupida en la cara era mejor que lo que él hacía. Lo alcé de la camisa del cuello sin mucho esfuerzo.
―¿Quieres que te mate, verdad? – Siseé. – Bájale a tus humos, o te los bajo yo a puñetazos.
―¿Eso es todo lo que puedes hacer? – Contestó – ¿Amenazar, golpear, insultar? Las personas como tú, me dan lástima.
Se liberó de mi agarre con una fuerza que creí incapaz para su complexión. Apreté mis puños, deseando como nada en mi vida desfigurarle para siempre aquella expresión inalterada que lo acompañaba.
― No te creas más de lo que eres.
―Te veo mañana en la parada del autobús. –Dijo, antes tomar sus cosas y pasar a mi lado – Sé puntual.

3.      La ira nace del temor

Llegué cinco minutos antes y él ya estaba allí, recostado contra la pared de un local de teléfonos celulares, fumando un cigarrillo. Tomamos el autobús sin cruzar palabra, acomodándonos como podíamos en medio del tumulto humano. Bajamos en medio de una colonia de mala muerte y caminamos un par de calles hasta que llegamos a una pequeña construcción en obra negra. Él sacó un juego de llaves de su morral y abrió la puerta de hierro oxidado. No me invitó a pasar, pero aún así lo hice. En cuanto pisé dentro, escuché un par de voces que gritaban no muy lejos.
―¡Maldita zorra!
Golpes, gemidos, cristales rompiéndose, la voz de una mujer sollozando. Él subió las escaleras como si no pasara nada, como si yo fuera el loco que escuchaba voces que no existían. Lo seguí, un tanto perturbado. Su habitación era una cueva obscura. Había libros tirados en el suelo. Lo único que parecía estar arreglada era su cama. Él tomó asiento en la vieja silla de madera que reposaba frente a una mesa pequeña y cuadrada, e hizo un ademán perezoso, invitándome a hacer lo mismo en el suelo. Con el mismo silencio, alargó el brazo y cogió un juego de hojas blancas. Escribió algo en ellas y luego me lo dio.
―¿Y esto?
―Necesito saber qué tan mal estás en matemáticas para tener un punto de referencia.
Resoplé de manera engreída, y sin más comencé a resolver el primer problema y en poco tiempo continué con el segundo y el tercero. Los gritos no dejaban de escucharse y, fuera de hallarme culpable por no haber aceptado que fuéramos a mi casa, me sentí irritado. Una persona normal no permitiría que alguien, con quien precisamente no te llevas bien, se enterara tan fácilmente de la disfuncionalidad que existe en tu familia, pero a él parecía importarle poco. No había insistido para que fuera de otra manera y yo tenía que pagar las consecuencias de su despreciable indiferencia.
Arrojé el cuaderno a la mesa, él lo cogió como si nada, sin quitarse los casquillos, y lo revisó con detenimiento. Alcanzó una pluma roja e hizo algunas anotaciones, después me dio que las leyera.
―¿Teoremas? –resoplé – ¿Me estás jodiendo?
―Las matemáticas se fundan en ellos para demostrar que son ciertas. Los resultados que tenemos a base de ellas no son triviales. Todos tienen un por qué. El que la multiplicación de un número por cero siempre sea igual a cero, no es creación de la imaginación divina del hombre.
―¿Entonces qué quieres? Mis respuestas están bien, ¿no?
―No basta con que llegues a un número. Tienes que saber interpretarlo.
―A la mierda con esto – susurré.
Un fuerte e inesperado azote abrió la puerta, abriendo paso a una silueta femenina que cayó directo contra el suelo y se arrastró por la habitación.
―¡David! –  gritó la mujer, ignorándome por completo.
Fue fácil deducir que era su madre. El parecido entre ambos era asombroso. El mismo cabello negro y lacio, el mismo color de piel pálida en su rostro perfilado, la misma complexión debilucha. ―¡David, ayúdame! ¡Tu padre me va a matar!
Él caminó hacia ella y la levantó con cuidado, ayudándola a sentarse sobre su cama. Evité mirarlos lo más que pude, pero aún así pude notar que el ojo izquierdo de la señora estaba totalmente cerrado por la hinchazón.
Algo empezó a embestir la puerta como si fuera un toro. Su padre. La mujer gimió y se acurrucó contra la pared, tapándose con las sábanas. Estaba muerta de miedo.
―Creo que ya es momento de que te vayas – dijo él.
Lo seguí, repitiéndome mentalmente que no iba a hacer lo que yo creía. Pero lo hizo, abrió la puerta y, acto seguido, se escuchó un crujido y algo pesado derrumbándose. Todo había sido demasiado rápido. No fue hasta que estábamos bajando las escaleras, que distinguí a un hombre gordo retorciéndose contra el suelo y la sangre que escurría de la nariz rota de mi compañero.
Llegamos a la avenida en la que nos habíamos bajado. Durante todo ese tiempo me había mantenido callado, pero no podía soportarlo más.
―Tu madre…
―Está bien. Cerré la puerta. – contestó, con una serenidad que, lejos de molestarme, comenzaba a temer.
―¿Lo hiciste al propósito? –hablé, rechinando los dientes – ¿Cuánto te costaba abrir tu maldito hocico y decir que tú familia es una mierda y que por eso querías que fuéramos a mi casa?
Sus ojos se centraron en mí, por primera vez en aquella tarde, y descubrí que éstos cumplían la tarea de reflejar sus sentimientos. Había en ellos una mezcla fatal y comprimida de ira, tristeza y vergüenza, pero sobre todo, odio. Odio hacia mí persona.
―¡Maldición! – escupí, ante su silencio – En mi casa. Estudiaremos en mi casa.

..

No lo había notado, pero, si buscaba en los rincones casi perdidos de mi memoria, realmente no era novedad que el chico llegara con algún golpe en la cara. Un detalle tan común que ya todos ignoraban con facilidad.
El chico no tenía amigos (o no al menos en la escuela). Entre los descansos de clases, siempre se quedaba en el salón, sin moverse de su asiento. Hablaba poco cuando alguien se le acercaba. Generalmente eran niñas que se ponían a chillar de felicidad al verlo pasar por los pasillos mientras él las ignoraba con una naturaleza cruel.  Cuando llegaba la hora de salida y todos nos arremolinábamos contra las escaleras, huyendo del aula como si se tratara de una bomba nuclear, él daba sus pasos con una lentitud casi forzada, como si la bomba estuviera allá afuera, o quizás, como si quisiera que la explosión le alcanzara. Me di cuenta de estos detalles en un solo día… sin darme cuenta.
Los ojos de Victoria se abrieron como platos en cuanto nos vio aparecer en la entrada de la casa.
―Hermano… - musitó, aunque no era a mí a quien veía. – ¿Qué…?
―Venimos a estudiar. No molestes.
Pasamos directo a mi habitación, sin dar más explicaciones.
―¿Realmente no te gusta mi hermana? – no pude evitar preguntar en cuanto estuvimos solos. No era un reproche, sinceramente no me lo explicaba – No es fea. Quizás esté demasiado delgada y baja de estatura, pero…
Me tendió un paquete de hojas, una manera demasiado peculiar de decir “cállate el hocico”.
―Entre menos tiempo esté aquí, será mejor.
Percatarme que lo dijo pensando en Victoria, hizo que sintiera un poco de simpatía por él.
 ―Siéntate donde gustes – ofrecí. A diferencia de su cuarto, al mío le sobraban muebles, luz y espacio.
Se acomodó en un gastado sofá de audio que tenía junto a mí vieja consola NINTENDO 64, mientras yo me apresuraba a resolver la serie de ejercicios que me correspondían.  Noté que alcanzaba uno de los controles.
―¿Te gustan los videojuegos?
―Algo.
―Puedes encenderlo.
Mi repentina amabilidad parecía perturbarle tan poco como lo habían hecho mis múltiples agresiones. Sin hacer ni el más mínimo gesto, encendió el televisor, conectó los cables y empezó a jugar The Legend of Zelda.
No presté mucha atención a lo que hacía, pensé que se trataba de un novato, pero, oh sorpresa, cuando terminé de resolver los problemas, descubrí que el tío era todo un gurú del tema y al poco tiempo me encontraba con el  otro control en mano, jugando a su lado.
The Legend of Zelda, Super Mario y Donkey Kong. Cerca de seis horas invertidas en estos juegos. Hubieran sido más, de no ser porque Victoria tocó a la puerta y nos preguntó, con mejillas sonrojadas y voz titubeante, si bajaríamos a cenar.
David y yo intercambiamos miradas, asombrados,  y dejamos los controles a un lado una vez que mi hermana se retiró.
―Es noche – murmuró, mientras se colgaba la mochila en los hombros – ¿Terminaste los problemas?
―Sí.
―Mañana te los entrego corregidos.
―Perdimos mucho tiempo. 
―Qué bueno que te das cuenta – comenzó a escribir rápidamente sobre un par de hojas, al derecho y al revés. Luego las dejó sobre la mesa y señaló hacia ellas – Así no te podrás quejar.
―¿Qué es? – Me acerqué y lo descubrí por mi cuenta. Era más tarea.
Lo que acabo de narrar se repitió con cada martes, jueves y viernes de cada semana. Poco a poco, y sin que yo me percatara de ello, comencé a verlo como amigo… o quizás como algo más.

4.      ¿Amigos?

―¿De nuevo problemas en tu casa?
―El viejo me dio una patada, pero yo le arranqué un diente – contestó, mientras desmenuzaba descuidadamente un pedazo de pan con la punta de sus dedos. 
Él seguía sin hablar demasiado. Era parte de su personalidad, ser sumamente silencioso y holgazán, como si todo, hasta respirar, le diera pereza. Era un poco frustrante verlo acostado, durmiendo sobre el suelo, bloqueando la luz con ayuda de algún libro o un brazo acomodado sobre sus parpados, mientras yo desgastaba el poder de mis neuronas resolviendo los cientos de problemas que me ponía de tarea.
Me fijé en el golpe que moreteaba la comisura derecha de sus labios y en la rajada que había obtenido días atrás y apenas comenzaba a cicatrizar, pero volvía a mostrarse fresca. Regresé la mirada al cuaderno, con la intención de no distraerme más y terminar, pero…
―¿Qué coño…? – siseé.
―¿Qué sucede?
―¿Cuál es tu plan? ¿Crear al segundo “Einstein”? ¿Cómo se supone que debo demostrar todo esto?
―Usando álgebra, teoría de conjuntos y un poco de trigonometría. – explicó, sin retirar el libro de su cara.
―Olvídalo – Le aventé el cuaderno y éste cayó justamente sobre sus costillas, haciéndolo liberar un pequeño quejido que hubiera ignorado, de no ser porque su mano se posicionó en ese lugar y ya no se movió de allí.
No le pregunté qué sucedía, sabía que no me respondería con la verdad, así que preferí acercarme y descubrirlo por mi cuenta. Cuando le alcé la playera, él alejó la espalda del suelo dando un brinco y me dio un empujón.
―Una patada, eh –  resoplé y salí de la habitación para buscar la caja de medicinas que mi madre tenía sobre la cómoda. ―Esa cosa que tienes ahí, se ve mal – dije, al regresar – Límpiatela.
Suspiró profundamente, con irritada resignación; luego, de mala gana, cogió una bola de algodón y la empapó de alcohol, para después pegársela con brutalidad contra la herida.
―¿Qué se supone que haces?
―¿Acaso no ves? – contestó, soportando claramente un gesto de dolor.
―Lo imbécil no se compra, ¿verdad?  Trae aquí – le arrebaté la bola de algodón de las manos y en su lugar acomodé una con agua oxigenada, presionando suavemente contra la contusión que parecía ser más profunda de lo que había imaginado. – ¿Un cuchillo?
― Una navaja.
―Un día de estos tu padre terminará matándote.
―No es mi padre.
―Peor aún – dije, sin mostrar mi sorpresa – un día de estos, cualquier hijo de puta terminará matándote. Y no parece importarte – agregué, ante su silencio. – Comienzo a creer que eres una clase de cerdo masoquista.
Él soltó una risita. Yo pensé que el asunto no tenía nada de gracioso mientras cubría la herida con un juego gasas y untaba un par de hisopos con crema antibiótica para limpiar las magulladuras que tenía regadas por el rostro. Comencé por las cejas, bajé rápidamente por la nariz, continué con su barbilla y me detuve en la entrada de sus labios.
―Lo siento, olvidé mi cofia – solté con sarcasmo, en un intento por ignorar el repentino nerviosismo, pero entonces él sonrió y todo se fue al caño.
Lo único que pude sentir después fueron mis labios presionando los suyos, abriéndose paso entre ellos, mientras me preguntaba qué mierda estaba haciendo. Un hombre besando a otro hombre. La sola idea debía resultarme asquerosa, pero allí estaba, sin poder detenerme. ¿Y él? Él no estaba siendo de ayuda con la trémula respuesta de su boca.
De alguna manera, logré controlarme, aunque fue más difícil de lo que cualquiera podría llegarse a imaginar.
Nos miramos a los ojos, con el cuerpo rígido y las respiraciones aún agitadas. Yo apenas y podía sostener su mirada. A él parecía serle más fácil, aunque ninguno de los dos parecía tener la fuerza o el ánimo para hablar. La confusión estaba presente entre ambos, acicalándose entre la distancia que nos separaba, ésa misma que siempre debió de haber estado presente y, por alguna razón, se había roto. Yo la había roto… y él no había hecho nada por evitarlo.
La puerta se abrió de golpe, provocando que David y yo nos alejáramos aún más, de manera mecánica, como si nuestro subconsciente también nos culpara y exigiera que mantuviéramos en total secreto este sucio acto.
―Maldición, Victoria, te he dicho que toques antes de entrar.
―Toqué – defendió mi hermana, un tanto pasmada por la dureza con la que le había hablado – pero nadie contesto, así que…
―¿Qué quieres? – espeté.
―Dice mamá que es hora de cenar.
Me puse de pie en silencio y crucé la puerta, como si Victoria no estuviera a un lado. Escuché que David me seguía. Salí de casa, atravesé un par de calles, llegué hasta la parada del autobús, todo esto con las venas de los puños cada vez más resaltadas.
Permanecimos un minuto en aquella parada vestida con  una afonía palpitante. Qué irónico, ni una sola persona, ni un solo carro, nada más que nosotros y el viento silbando, arrastrando una que otra basura y las tristes hojas que se habían caído de los pocos árboles que adornaban el pabellón. Hacía mucho que no me sentía tan incómodo con su silencio, aunque esta vez era diferente.
Encendió el cigarrillo que llevaba oculto tras la oreja derecha, sorbió y exhaló un poco de humo y después alargó el brazo para ofrecerme un poco. Algo habitual entre ambos, como si nada hubiera ocurrido antes… aunque para mí no estaba resultando fácil dejarlo a un lado. Suspiré, aceptando. Dejé que la nicotina raspara mi garganta y el sabor a tabaco adormeciera mi lengua. Le devolví el cigarrillo, mirándolo a los ojos.
―No soy gay.
Él sonrió fugazmente, de una manera que no podría decir si era mordaz o solazada, o una argamasa de ambas. Hundió sus ojos obscuros e insondables en mí. Dio un paso hacia el frente y asió mi rostro entre sus frías manos. Su boca alcanzó a mi boca, la rozó suavemente. Yo fui incapaz de moverme. Únicamente me limité a cerrar los ojos y, aún sin abrirlos, lo escuché decir:
―Yo tampoco.
Miré alrededor y me aseguré de que la calle siguiera igual de desierta. Entonces lo acorralé contra el anuncio de una película extranjera y me abrí paso entre sus labios hasta que mi lengua se encontró con la suya. En medio de aquella humedad con sabor a menta y tabaco, nadaban las dudas, el remordimiento… el placer… y el miedo.

5.      No existe peor traición que mentirse a uno mismo.

―¿Qué opinas?
―¿Eh?
―No me estás escuchando – señaló Mireya, sin dejar de presionar los botones del control
―Lo siento.
―Da igual, no era nada importante. Gané. Me debes una malteada.
Dejamos los controles y nos dirigimos directo a la heladería de enfrente. Mireya pidió un batido de fresa, yo opté por una paleta helada. Tomamos asiento en una de las pequeñas mesitas redondas del local. Hablamos sobre la  escuela, de los últimos videojuegos, de la mierda que resultaban ser los últimos días de evaluaciones y de lo que haríamos en vacaciones. Yo me mostré demasiado orgulloso al informarle que había aprobado todas las asignaturas sin necesidad de presentar recuperación.
 ―No seas presumido – dijo al alejar sus labios del popote y comenzó a escribir algo en su celular – No lo hubieras logrado sin él.
Señaló a David, quien empujaba la puerta para entrar al centro de videojuegos. Obviamente, yo sabía que él aparecería tarde o temprano. Por eso había sido yo quien había escogido el lugar, cerca de la ventana de cristal que dejaba a la vista la calle de enfrente.
Antes de regresar el centro de videojuegos, nos topamos con Carmen, la amiga de mi novia, una chica algo regordeta, pero aún así bonita, con buen culo y unas piernas que ella se encargaba de presumir a través de las mallas rasgadas que llevaba bajo minifaldas de mezclilla.
―¿Está adentro?
―Acaba de llegar.
Deduje, por las miradas y risitas tontas, que estaban hablando de David. Ya lo había notado desde antes, que la tía mostraba especial interés por mi desabrido amigo.
―¿El mensaje de la heladería era para ella?
―Sí.
―¿Desde cuándo desempeñas la labor de Cupido?
―Carmen es mi mejor amiga. Es lo menos que puedo hacer por ella. Dime – pidió, de forma un tanto aniñada – ¿Él tiene novia? ¿Está interesado en alguien?
―Yo qué voy a saber
―Eres su amigo.
―¿Quién te dijo esa mentira?
―¡David! – Mireya se acercó al muchacho con el mismo entusiasmo que a él siempre le hacía falta. Su relación con las personas había mejorado un poco, al menos cruzaba un par de palabras con algunos conocidos, pero seguía igual de simple. ―¡Es bueno verte! Quiero presentarte a una amiga.
Carmen se acercó y  yo saludé a David, mirándolo a los ojos mientras  apretábamos nuestras manos un segundo más del necesario.
..

La casa estaba en silencio, a obscuras. Lo único que llenaba aquel abismo era el eco de los grillos en conjunto con el sonido de nuestros labios danzando entre sí.
―Así que Carmen, eh. – susurré contra su boca.
Durante todo el camino no habíamos hablando del tema. No sé porqué lo hacía en ese momento. Debía ser un asunto sin importancia, irrelevante, que dejara pasar fácilmente. No es como si me afectara o algo así, pero las palabras se habían desprendido sin pensar.
―No es mi tipo.
―¿Por qué no? Es linda.
―¿Te gustaría que anduviera con ella?
―No – lo besé largo y tendido, mientras pensaba en algo más que añadir a esa respuesta desprevenida – No saliste con mi hermana… así que no puedes salir con nadie más.
David soltó una risita y me empujó para abrirse paso y dirigirse a la ventana. Se recargó en ella y comenzó a fumar un cigarrillo. Yo le observé desde mi lugar, lidiando con esas dudas que aumentaban a cada segundo que estábamos juntos. Se mantuvo el silencio durante varios minutos, hasta que él preguntó, como si estuviera platicando con la noche:
―¿Tan malo es?
―¿Qué cosa?
―Que estemos juntos.
―Juntos – repetí, con una sonrisa ― Lo dices como si, en lugar de amigos, fuéramos una pareja o algo así.  Estoy saliendo con Mireya, ¿recuerdas?
―Sí, pero también recuerdo que prefieres estar conmigo que con ella – Jaló de mi camisa. Una de mis manos se acomodó tras su cuello, sintiendo alguna que otra punta de su desordenado cabello que había logrado llegar hasta allí –  No somos sólo amigos…  no sé por qué me molesto en decírtelo, si lo sabes mejor que nadie.
Mi boca se sumergió en la suya, como si fuera un pobre moribundo sediento y su lengua el núcleo de un oasis. Sus puños se extendieron y sentí la calidez de su palma traspasar mi ropa, recorrer mi piel y arribar hasta mi entrepierna con un férvido cosquilleo. Mis manos se deslizaron por debajo de su camisa; él se apartó. Me fundí en el  piélago media noche de sus ojos y volvimos a besarnos con ferocidad, arrancándonos la ropa en medio de jadeos hasta que nuestros uniformes quedaron regados por el suelo y nuestros cuerpos acomodados sobre la cama.
Aprecié cada una de sus caricias como si sus dedos alcanzaran a tentar hasta el más recóndito poro de mí ser. Recorrí su espalda, hundiendo mi nariz en el hueco de su cuello, disfrutando de la combinación del aroma creado a partir de su perfume, su sudor y del último cigarrillo.
Nuestros besos se volvieron cada vez más profundos, nuestras manos más osadas. Cuando mi necesidad de sentirlo se hizo indomable, cuando no había parte alguna suya que me faltara por explorar, cuando sus jadeos y su respiración caliente no fueron lo suficiente para saciar mi éxtasis, lo invadí lentamente, nervioso, con la mente llena de su nombre, tratando de aplacar mis deseos, mi placer.
―¿Estás bien?
―D-Duele…
Besé su cuello y comencé a moverme dentro de él. Lo escuché gemir contra la almohada, mientras yo hacía lo mismo frente a la piel de su hombro. Lento, lento…comencé a acelerar. No sabría decir si era su aliento errático el que me indicaba a qué ritmo ir o eran las embestidas de mis caderas contra sus muslos lo que llevaba el control de su respiración. Supongo que no importa demasiado, porque el final llegó para los dos al mismo tiempo, con la misma ración de ondas de placer y el mismo sentimiento de unión.
Descansé un momento sobre su espalda y acaricié sus cabellos largos, un tanto maltratados y humedecidos por el sudor. Su espalda subía y bajaba en un intento por recuperar el aliento.
―¿Te lastimé? – pregunté, preocupado. Temía haber sido demasiado brusco. Después de todo, jamás había tenido sexo con un hombre.
Comenzó a reír.
―Me haces sentir como si fuera una colegiala que acaba de perder su virginidad.
―Si lo piensas detenidamente, hay algo de eso… ¿O acaso tú…?
―Eres el primer tío que me jode el culo – aclaró.
―Marica.
Él me apartó con una patada y alcanzó sus ropas para vestirse.
Hice lo mismo, prestando especial interés en todos los moretones y cicatrices que David tenía por el cuerpo, producto de un padrastro violento y una madre dependiente.
―¿Qué tal están las cosas en tu casa?
Hizo como si no me escuchara y preferí no insistir. Después de todo, su mirada hablaba por él, no había necesidad que lo expresara en palabras. Ya con su silencio la amargura resultaba palpable. Tuve el impulso de abrazarlo y traté de contenerme lo más que pude pero fue inútil… de una manera vergonzosa, mis brazos terminaron a su alrededor.
―¿Qué haces?
Calla, idiota.
Él obedeció. Su mano se amoldó sobre la mía con una naturalidad desconcertante, como si finalmente hubiera encontrado su lugar. Permanecimos en silencio, desconozco yo cuánto tiempo, en aquella habitación desordenada y obscura, hasta que un rayo de luz se filtró por  la rendija inferior de la puerta y escuchamos unas pisadas subiendo por las escaleras.
Nos apresuramos a ponernos las camisas, pero cuando quise prender las luces fue demasiado tarde. Victoria ya había abierto la puerta.
―Qué susto me has dado, Sergio… - alcanzó a decir, antes de que reparara en el escenario que nos envolvía. Se fijó primero en la ausencia de calzado en nuestros pies, en lo alborotado de nuestros cabellos, en los botones mal abrochados de mi camisa. Luego se centró en las sábanas de la cama, completamente desechas, y, al final, en nuestros rostros, tan pálidos como el suyo mismo.
―Yo… pensé que un ladrón… - tragó saliva y una chispa de lastimera inteligencia surcó su mirada. Sus ojos se colmaron de lágrimas contenidas.
―Creí que habías ido con nuestros padres
Ella negó con la cabeza y nos regaló una sonrisa forzada, comprensiva.
―Estaré abajo.

..

Me mantuve al borde de la entrada, esperando a que Victoria dijera algo, pero únicamente se dedicó a ir por toda la cocina y preparar un par de quesadillas. Se mostraba demasiado concentrada en lo que hacía, por lo que deduje que iba a ser necesario que el primero en hablar fuera yo.
―Ey…
Estoy bien. – dio media vuelta y se recargó contra la alacena – No es tan malo, ¿sabes? Hubiera sido peor si se hubiera tratado de otra mujer. Me hubiera empezado a comparar de inmediato. Cosas como “yo tengo los senos menos caídos que ella, pero ella tiene el abdomen más plano”. Contigo no hay comparación porque somos completamente distintos. Tú tienes un pene y yo no. Eso lo dice todo.
Sorbió de la taza de café que tenía en las manos y me dio nuevamente la espalda, dando por terminada la conversación.
Suponía que debía de estar un poco más tranquilo, pero lo cierto es que era todo lo contrario. Mi hermana creía que yo tenía una relación con el tío del que había estado enamorada por años. Más allá de la traición que pudiera señalarse, estaba el pequeño asunto que era lo verdaderamente perturbador: Ambos éramos hombres. “Pequeño” detalle que zumbaba en mi cabeza cuando estaba solo, pero pasaba por completo al olvido cuando estaba con él. Era extraño, porque no es como si lo viera o yo me percibiera como un chico o una chica estando a su lado. Para mí él era David y yo era Sergio, sin nada más.  Si teníamos pene o vagina o ambas cosas me daba exactamente igual, si violábamos las leyes de la naturaleza no importaba. En nuestro mundo éramos un par de personajes andróginos, sin género alguno que nos distinguiera o marcara un límite. Claro, eso era en nuestro mundo, en aquel insulso espacio que resultaba ser tan fácil de destruir como lo era la posibilidad de soñar estando en él.
Afuera todo era distinto. Afuera existía el miedo. Y no hablo sólo de mis temores, sino de algo mucho peor: los temores de las personas. Afuera David y yo no seríamos más que un par de adolescentes homosexuales y, aunque se hablara toda una mierda de la tolerancia, lo cierto es que la discriminación seguía en pie, con esa crudeza y crueldad que no necesitaban carta de presentación para él.

6.      Sólo quiero prevenir

Esa noche, mientras caminábamos rumbo a un bar para tomar unas cervezas y celebrar mi ingreso a la universidad Tecnológica, nos agarramos de la mano.
Surgió de la nada, de la misma forma en que había nacido aquello que provocaba que él alborotara mis cabellos cuando yo decía algo que debería resultar gracioso pero no lo era, o cuando yo besaba cada una de las marcas moradas de su cuerpo al hacer el amor. Surgió así, sin aviso, sin una premeditación, con una inocencia exagerada y un sutil cosquilleo en la yema de mis dedos.
Recuerdo que me pregunté, ¿Desde cuándo el tacto de las otras personas es tan cálido? Y al instante respondí: No es el tacto de “otras personas”, es el tacto de David. Y pese a lo agradable que resultaba tener nuestros dedos entrelazados unos con otros, al primer atisbo de claridad que nos pudiera delatar, nos soltamos.
Hubo un momento en el que creí que lo “prohibido” de nuestra relación era lo que provocaba la diferencia entre lo que “se siente bien” y lo que “se siente más que bien”. No encontraba otra explicación del porqué sus besos, sus caricias, la unión de nuestros cuerpos se percibieran de una forma nueva, única, como si hasta la mezcla de nuestros alientos tuviera forma, textura y color. Pero aquella “adrenalina” realmente era un miedo punzante.
Bebimos y fumamos en silencio, viendo fijamente a la morenaza que bailaba sensualmente sobre la tarima, pero sin prestarle verdadera atención. Para mí resultaba ser algo así como observar un punto fijo de la pared. Estaba mucho más concentrado en lo que pasaba debajo del mantel, con la rodilla de David pegada a la mía, o en los discretos roces de nuestras manos al pellizcar la botana o hacer chocar nuestras cervezas.
Un par de mujeres se nos acercaron. Una de ellas, de cabello rizado y con tinte rojo fuego, aparentaba tener alrededor de unos treinta años y la otra, quien su atractivo se disparaba a través de sus enormes ojos color avellana, lucía considerablemente más joven. Ambas vestían escotes de lentejuela, nos preguntaron si les invitábamos algo de beber. David contestó con un cortante “no”, mientras yo indicaba todo lo contrario.
Las mujeres tomaron mi palabra. La pelirroja se sentó en mis piernas y rodeó mi cuello con sus brazos desnudos. David engulló lo que quedaba de su cerveza de un sólo trago y se levantó.
―¿Se puede saber qué diablos sucede? - pregunté, esforzándome por ir a la par de sus pasos.
Él se limitó a encender un cigarrillo, cubriendo el fuego con sus manos para que el viento no lo apagara.
―Ey – lo hice frenar. Había tenido suficiente con haberlo seguido como perro durante poco más de cinco minutos. - Dime qué coño te pasa.
Estoy harto – soltó, mirándome a los ojos. Su voz mantenía una serenidad forzada - Siempre que salimos, vamos a lugares atiborrados de prostitutas. ¿Por qué? No es como si termináramos acostándonos con ellas.
―¿Qué es esto? ¿Una escena de celos?
―Tómatelo como quieras – tiró su cigarro al suelo y lo aplastó con la zuela de sus zapatos – pero me parece ridículo que tengamos que montar toda esta farsa.
―¿Entonces qué esperas? ¿Que vayamos a un bar gay?
―A un bar normal.
―Como si nosotros lo fuéramos – resoplé.
―Tampoco es como si fuéramos extraterrestres. Maldición, no somos criminales. Nos queremos, eso es todo. ¿Por qué sentirnos vergüenza, miedo o culpa?
Habían unos tipos en el bar que no dejaban de vernos – confesé -  Vigilaban cada uno de nuestros movimientos y se tranquilizaron hasta que tuve a esa mujer sobre mis piernas. Si el resto supiera lo que nosotros hacemos, más de alguno nos señalaría de raros, y no sólo eso. ¿Qué mierda haces con la computadora y el internet? Homofobia, ¿no te suena?
Quería decirle muchas cosas más, aprovechar ese vacío perpetuo que se había formado entre nosotros. Quería pedirle disculpas por ser un cobarde, que por muy absurdo que pareciera, deseaba protegerlo y no causarle más problemas. Quería decirle que lo quería, que jamás había querido tanto a alguien, que él no tenía ni una bendita idea de lo difícil que era para mí debatirme entre mis impulsos y mis temores. Quería decir tantas, tantas cosas más, pero todo estaba atascado en mi garganta.
―Me voy de la ciudad – soltó, repentinamente, desordenando todas mis ideas. ―Mi madre finalmente ha decidido dejar a ese bastardo. Nos iremos a Nayarit, la siguiente semana.
―Ya era hora– dije, de manera automática, aunque en el fondo realmente pensaba.. no, no pensaba. En el fondo todo había quedado en silencio.

7.      A la mierda con todo

Después de pasarme noches enteras maldiciendolo y escribiendo este diario de quinceañera desconsolada, llegué a una patética (pero rotunda) conclusión: Lo extraño.
Lo extraño de una manera vergonzosa, ridícula e irracional.  Siento una terrible necesidad hacia él. Y cuando hablo de “Terrible”, me refiero en el sentido completamente literal de la palabra. Su ausencia es como una patada diaria en las pelotas: no te mata, te mantiene medio vivo, lo suficiente para que te des cuenta de la soledad que ha quedado. Lo suficiente para que repares que día a día caes más en lo que vendría siendo el peor error humano: acostumbrarse a la idiotez.
No es que carezca de autoestima. Mi físico no es malo, al menos parece gustarle a las chicas, y hasta hace algunos meses creí que era una persona que, si bien no podía jactarse de ser un genio, tenía un poco de sentido común (algo que fui perdiendo en algún punto del camino que no recuerdo y no es algo que me sorprenda ni esté dispuesto a meditar)
Hace dos noches terminé con Mireya. Le dije que me había enamorado de un chico (me esforcé por enfatizar la “O”).  Ella lo aceptó de la mejor manera, sin melodramas innecesarios. Incluso adivinó quién era “él” y me preguntó qué rol desempeñaba yo en la relación. No quise contestarle, había algo de depravación en su mirada que me asustó un poco y me confirmó lo que venía sospechando desde hacía tiempo: estaba loca. Por un instante me arrepentí de dejarla, pero fue un instante demasiado breve, casi nulo. Estoy seguro que seguiremos siendo buenos amigos.

“Pasajeros con destino a Tepic, Nayarit, favor de pasar a abordar en la puerta número siete”

He decidido convertirme en un idiota, y no un idiota cualquiera, sino uno de esos grandes y de respeto... uno que no piense demasiado en las consecuencias de sus actos y únicamente se limite a vivir el momento, sin vergüenzas, sin culpas... sin miedos.