Antes
(dos años atrás)


—Muy bonita —, la saludó sonriente, mientras un dedo furtivo se aventuraba en rozar la piel de su mejilla.
—A todas les dices lo mismo —, le acusó ella, quitando la mano de su cara, y haciendo un mohín con su boca que él sólo pudo catalogar como irresistible.
—Mi hermana me enseñó a no mentir.
—Daniel, tú no tienes hermana…
—Vaya, tienes razón —, sonrió sin ofenderse, porque la verdad no le importaba hacerlo, sólo quería ganar tiempo, tiempo valioso a la hora de conseguir una cita.
Como era de esperarse, ella suspiró nerviosa, un poco molesta y un poco avergonzada también. No entendía qué diablos estaba haciendo Daniel Evans junto a ella en el almuerzo, bien tal vez tenía una leve sospecha, pero no era juicioso pensar más sobre ello. Deslizó su bandeja un asiento hacia la izquierda, alejándose de la tentación y esperando que él captara la indirecta y se largara. A estas alturas no le podía importar menos si parecía grosera o no.
Por supuesto, eso hubiera sido pedir demasiado…
—¿Qué es eso? —preguntó con asco, sentándose en el asiento que ella acababa de desocupar y poniendo su pesada mandíbula sobre su hombro; evidentemente, haciendo caso omiso a su desaire.
¡Era tan irritante!
—Eso —puntualizó, revolviendo con su tenedor la mezcla blanquecina— es lo que los mortales conocemos como arroz.
Él arrugó toda su cara con evidente repulsión y luciendo levemente achinado; tan infantil, que por un breve segundo las comisuras en la boca de ella se curvaron en una insurrecta sonrisa. Mel no se hubiera percatado del gesto en él, de no haber girado su rostro, quedando prácticamente boca a boca con él. Sin embargo, se dio cuenta que Daniel la miraba sonriente y recobró la cordura al instante, junto a unas enormes ganas borrarle esa sonrisa a punta de golpes, vale tal vez un par de patadas también.
Él robó una cucharada de su plato y sus ojos brillaron astutos antes llevar una mano hasta la silla de Melissa y arrastrarla hacia su cuerpo.
—¿Qué dem-
—Esto es lo que nosotros los dioses conocemos como espacio personal — se burló él, interrumpiéndola y haciendo énfasis en la palabra «dioses», fue un pésimo ejemplo de comillas con las manos, si le preguntaban a Mel.
—Vale, entiendo tu punto —, concedió molesta, porque no era la primera vez que él se refería a sí mismo como tal. Por supuesto, no siempre fue así, algo de culpa tenía ella en el asunto.
—Me alegro —su rostro se iluminó—, aprende a compartirlo.
Ella bufó, odiando como nunca a su boca y a su ex mejor amiga.
En serio, ¿Cuánto más tendría que soportar?
La respuesta llegó en forma rectangular y de color blanco, y el corazón de la morena se detuvo por un momento, sólo un breve momento.
—¿Esto es lo que creo que es? —, resopló molesta, arrugando el papel al instante.
—¡¿Qué demonios haces?! —le reclamó, en un tono que dejaba claro su estado de total consternación. Por supuesto, ¿Qué otra cosa podías esperar de Daniel Evans? Era prácticamente un regalo de Dios para la población femenina, incluida ella, si se permitía ser sincera un breve instante, poro sólo un instante, no demasiado o fácilmente terminaría hecha trizas, como la última en su lista.
—No voy a llamarte —, prometió a modo de respuesta. Él frunció el ceño un instante, difuminando por un momento el enojo que había teñido su rostro, luego sencillamente rodó los ojos y se fue de ahí.
Así, simplemente salió de la cafetería, sin decirle nada y llevándose con él su arrogancia y por supuesto una horrible nube de presunción y furia.
«…Y sensualidad», admitió para sí minutos más tarde, después de obligarse a no seguirlo con la mirada, pero sabiendo que se vería igual de irresistible que siempre.
—Bien por él —, concluyó ya sola en su mesa, fingiendo no ver el veintenar de miradas que se cernía sobre ella en aquel instante.
La verdad es que no siempre se había sentido tan incómoda a su lado. Está bien, puede que tenga que ver el hecho de que NUNCA antes lo había tenido a su lado, al menos hasta hace una semana, cuando terminaba un trabajo de Inglés en la biblioteca  con Angélica y cometió el mayor error de su vida adolescente. En serio, le faltaría vida para arrepentirse de sus palabras,
—Es injusto, nadie debería verse así.
—¿Desordenado? —preguntó con inocencia, mientras su amiga rodaba los ojos, por supuesto, sin creerle una palabra.
—Tonta, no hablo de la ropa, sino de la materia prima, justo donde la tela cubre.
Mel sonrió, admitiendo que el chico frente a ellas era bastante agraciado. ¿A quién quería engañar? ¡Era Daniel Evans! Uno de esos semidioses que bendecía al instituto con su estadía en la tierra. Por supuesto, Angie no hablaba de él, sino de su amigo, a ella no podría importarle menos.
Sus mejillas se incendiaron cuando notó la mirada en los ojos de la castaña, conocía esa mirada, era la del tipo «Pobre, se supone que la loca soy yo».
Con actitud sensata, desvió sus ojos hacia tierra segura: su cuaderno, y fingió que el Futuro Simple en inglés, era la cosa más difícil del paneta, algo absurdo, porque tenía la nota más alta del salón.
—¿Semidioses?— comenzó— , ¿No te parece que es mucho? —, se burló la más alta, con su boca siempre brillante abriéndose a lo sumo, mientras soltaba una carcajada que podría dejar sordo a un ser vivo más frágil. Mel se quedó pegada un instante, preguntándose cómo es que Angie podía siquiera comer con esa cosa en su boca, parecía saliva y distinto a lo que su amiga insistiera en afirmar No era sexy. Cuando quiso replicar se dio cuenta de que ya era tarde.
 ¿La había oído pensar en voz alta, no? Negarlo sólo aumentaría sus ganas.
—Tal vez para ti sea sólo un trozo de carne…
—Filete de primer corte —, concedió la castaña.
Mel volvió a sonreír, esta vez más tranquila gracias a la sinceridad de su amiga.
—Como quieras llamarlo, pero para mí  Evans es mucho más que eso —, su amiga abrió la boca en una extraña y deformada “o”, luego pestañeó excesivamente antes de decir:
—Continúa.
Melissa no necesitaba demasiado aliciente cuando se trataba de Daniel, se había declarado enamorada de él, en cuanto descubrió que era el mayor de cuatro hermanos, justo como ella…
Se lo había encontrado una tarde en el jardín infantil, cuando se aprestaba a recoger a su hermana. Esperó lejos, deliberadamente, rezando por no ser vista. Nadie se arreglaba en exceso para ir a comprar el pan, o en este caso ir en busca de Sara, su hermana menor, a menos de dos cuadras de lejanía.
Rayito de sol, era un colegio pequeño, con un jardín de niños más diminuto aún, la clase de Sarita no superaba los doce alumnos, y ese era precisamente el motivo por el cual la tenían ahí. Era casi familiar, todos se conocían con todos, maestros y apoderados prácticamente, compartían la cuna, en resumen: nada que requiriera ir a buscar a los niños en tacones y minifalda, excepto que esa tarde estaba Daniel, y Mel hubiera dado la mesada de un año por lucir de otro modo.
Casi podía sentir el charco de saliva que se acumulaba bajo sus pies, mientras lo observaba sonreír al pequeño bandido que traía un balón de futbol en sus manos. El crío era una mini copia de Daniel y Mel se preguntó egoístamente, si acaso no compartiría clases con su hermana.
Cuando los vio alejarse, decidió que ya era hora de acercarse un poco más, sobre todo porque estar escondida tras de un árbol podría causar la impresión equivocada. Sarita la saludó con un mohín en sus labios, claramente molesta por su retraso, por supuesto, todo lo molesta que una niña de cinco años puede estar. Se le pasó en cuanto Mel le entregó el chocolate que le había comprado antes de llegar.
—¿Conoces ese niño? —preguntó aún con los nervios a flor de piel, su hermana se giró en dirección a donde el dedo índice de Melissa apuntaba y negó. Ella suspiró decepcionada, justo a tiempo para ver una última vista de Daniel, antes de doblar la calle, acababa de agacharse para tomar al menor en sus hombros.
Fue su ternura lo que la cautivó…
Vale, puede que haya tenido que ver el hecho de que sus ojos eran tan azules como el océano atlántico y al igual que el océano, en ocasiones adquirían un tono verdoso.
Suspiró sin poder evitarlo, cerrando sus parpados para evocar aquella imagen que tantas noches le había boicoteado sus intentos de dormir. Visualizó su rostro, esos labios tan rojos que la hacían pensar en fresas maduras, ellos solían hacer agua su boca. Pensó en su cabello, tan claro y lacio que rivalizaba codo a codo con el sol, cuando abrió los ojos, el sueño se había vuelto real.
Excepto que eso significaba una horrible pesadilla…
Daniel Evans se encontraba frente a ella, con una pila de libros en sus manos y la mochila casi resbalándole del hombro, sus mejillas estaban ruborizadas y eso sin mencionar que su boca estaba tan abierta que parecía que la mandíbula se podría desprender de un momento a otro.
Definitivamente una pesadilla.
Alan —a quien solía llamar en secreto «Alien», por su constante deseo de creerse superior, ¡Como de otro planeta!—  le sonrió lascivo, con una sonrisa que de seguro hubiera dejado fuera de combate a la mitad de la población femenina, pero no a Mel, al menos ya no.
Habían compartido un par de besos locos en el pasado —nada  digno de recordar—, en ese entonces ella aún no sabía la existencia de su novia, ninguna de las tres que tenía…
De todos modos, ella estaba vacunada contra Alan, y la vacuna se llama Daniel, aunque él aún no lo supiera.
Y por supuesto, esa era también la razón por la que Daniel era tan inalcanzable. Ambos eran mejores amigos, donde Alan era todo grosería, Daniel era la parte cortés, si Alan faltaba a clases, era Daniel quien estudiaba por ambos. Oh sí, eran una dupla única y la popularidad de Daniel se debía en gran parte a que era la mano derecha del mariscal de campo.
Fue por eso que no le sorprendió lo que sucedió a continuación.
—¿Con que semidiós eh? —, preguntó el más alto de los rubios, después de cerrar la boca debido al codazo que le acababa de dar su camarada.
La sangre fluyó caliente por su cuerpo, martillando sus oídos e incendiando su rostro. Le dio una mirada acusadora a su amiga y ésta mordió sus labios.
«Zorra», articuló con los labios, antes de comenzar a acomodar sus cuadernos y prestarse a salir de ahí. Angie abrió los ojos, un poco preocupados, pero más que nada avergonzados.
¿Era obvio, no? Siempre se ponía así en presencia de Alan, Mel había probado esa boca y realmente, no era la gran cosa. No entendía la insistencia de su amiga en actuar como idiota frente a él.
—Deja que te ayude —, se ofreció Alan, todo músculo y cero materia gris, o eso le gustaba pensar. No solía discriminar a las personas, sobre todo porque había pertenecido por dos años al equipo de animadoras, sería hipócrita de su parte juzgarlo a él por ser el capitán del equipo de futbol. Sin embargo, aún así lo hacía.
—No gracias —respondió, utilizando sus cuadernos y bolso como escudo, en el sentido literal de la palabra; parecía estar escondiéndose tras de ellos, como si Alan fuera una especie de bestia peluda asesina, y no el chico más hot del instituto, pero bueno… No lo era, al menos no para ella.
—Como quieras —resolló, mostrando las palmas de sus manos en señal de acatamiento y retrocediendo un par de pasos— Pero, en serio… ¿Te gusta mi amigo?
Decidió actuar como si apenas acabara de ser consciente de la existencia de Dan en el mundo. Giró hacia atrás, donde el chico continuaba estático, aún rojo y con ese par de ojos azules mirándola absortos, luego volvió su vista a delante, volviendo su atención al rubio frente a ella, todo orgulloso y listo para usar cualquier información que pudiese conseguir a favor propio y supo que no le daría lo que quería...
A ninguno de los dos.
—Hay cientos de Evans en el mundo, no es un apellido muy atípico, ¿No crees? —, le recordó, no sin antes darle un largo y húmedo beso justo en la comisura de su boca.
Esta vez fue débil y no pudo contener la tentación de mirar; giró su cabeza justo para ver el rostro de su ex amiga, luciendo tan pálido como sólo un alma en pena podría hacerlo. Mel sonrió satisfecha, eso le enseñaría a no jugársela otra vez.
Excepto que la mirada herida que vio en el semblante de Daniel después del beso, no la había abandonado en toda la semana… Incluso ahora, que observaba el arroz todavía viscoso en su plato, con ascos renovados y maldiciendo a Daniel por robarle incluso el apetito.
Arrastró su silla, mientras se ponía en pie, el ruido del metal sobre baldosa le hizo ganarse un par miradas envenenadas, por supuesto, nadie se atrevió a decirle nada.
Cuando tomó su bandeja, dispuesta a vaciar la comida casi sin tocar en el contenedor, una bola se papel captó su atención.
—Bastardo ególatra —musitó, negando molesta. Había esperado que finalmente, él hubiera terminado por aceptar su negativa ¡Eso incluía no dejarle su número!
Salió de la cafetería más molesta consigo misma que con el propio Daniel. No era justo, ella no solía ir por la vida buscando humillaciones, de hecho solía mantener un perfil bajo, al menos antes de unirse al equipo de porristas, cosa que había aceptado sólo por petición-obligatoria de su madre.
Abrió su casillero, con terror de encontrarse un millón de tarjetas con el número y correo de Evans, pero todo lo que halló en el interior fueron cuadernos. Cuadernos que no eran suyos, porque se había equivocado de casillero. Se dio la vuelta, esperando encontrar a una enfurecida Angélica, exigiéndole la copia de sus llaves. En efecto, estaba ahí, pero no lucía molesta, sino todo lo contrario.
—Hey —, saludó, concediéndole una tímida sonrisa.
—Lo siento, me confundí de casillero.
—No hay problema, están juntos, siempre te pasa.
Angie avanzó hasta quedar frente a Mel, pero la más baja se dio la vuelta, tan rápido que Angélica no tuvo oportunidad de decirle nada.
Con el rostro escondido esta vez en su propio casillero, Mel se contuvo las ganas de llorar, sentía que le estaba dando demasiada importancia a una broma banal, excepto que para ella no era una cosa pequeña sino prácticamente todo su mundo. Aún quedaban dos años de instituto, no podía simplemente ir  y esperar confiar otra vez  en ella…
No podía.
—Pues, no volverá a pasar. No  te preocupes.
En su lugar, Angie sonrió agradecida; sus facciones arrugándose a lo sumo en una sonrisa cuyo optimismo parecía insuperable. Extrañaba a su amiga, llevaban una semana sin hablar, incluido Messenger, y eso era lo máximo que habían durado nunca.
—En serio Mel, no me molesta.
Melissa dejó de hacer tiempo en su taquilla, un poco harta de la conversación o más bien, del monólogo de Angélica y le tendió las llaves.
—Ten —dijo— No volverá a pasar, porque ya no las quiero —levantó su dedo índice, apuntando su rostro, justo cuando se aprestaba a interrumpirle—. No te preocupes por las mías, cambiaré mi cerradura hoy mismo.
Por un segundo se sintió como escoria, sabía que estaba siendo demasiado dura, pero tenía el ego herido. No sólo la habían humillado frente a Daniel, sino también el estúpido de Alan.
Sin deseos de lidiar con nadie, se saltó la clase de Inglés, en vista de que era la última y le pareció irónico, pues fue por culpa de esa asignatura que aquella tarde se inventó aquel infierno en la Biblioteca. Además, tenía sólo A en ese ramo, necesitaría mucho más que una F para bajar su promedio.
Ya en la avenida principal y con sus audífonos puestos a un volumen claramente exagerado, Melissa se permitió ser honesta con su yo interior, no es que fuera fácil enfrentarse a su conciencia, de hecho, prefería no hacerlo; pero en ocasiones, simplemente no te quedaba otra opción.
 Tenía miedo, tenía tanto miedo que no había querido abrir el papel arrugado aún en sus  manos ni preguntarse porque no había sido capaz de tirarlo a la basura.
Cuando llegó al enorme portal del jardín botánico, pensó en dar marcha atrás. Aún podía regresar al instituto, e incluso a casa, mas no lo hizo. Avanzó por las enormes puertas de metal y le sonrió al pequeño anciano que hacía guardia. Deambuló por el césped húmedo, exceptuando los que tenían el cartel «No pisar», jugó a buscar tréboles de cuatro hojas, pero aquello la entretuvo sólo un par de minutos y finalmente, se cansó.
En serio, tenía que dejar de comportarse como una niña, excepto que no le apetecía en absoluto.
Sin un ápice de vergüenza, desnudó sus pies, desanudando las zapatillas de lona y deduciendo que las converse estaban subestimadas, ¿Quién demonios quería usar tacones en clases? Joder, lo había intentado una vez por petición de su madre y aquello le valió dos ampollas en cada dedo gordo, fue una experiencia que no planeaba repetir ni siquiera el día de su boda.
Finalmente, halló sitio en un árbol tan grande que le recordó al jardín del Edén, no es que lo hubiera conocido, pero siempre lo dibujaban así, grande y de ramas tan gruesas que te hacían fantasear con cuarteles en ellas.
Había visto «Mi pobre angelito» una infinidad de veces, de ahí su afición por las casas del árbol.
Quitó los audífonos que colgaban de su cuello, habían escapado de sus oídos justo cuando comenzó a perseguir tréboles de cuatro hojas, y se acomodó contra el tronco que parecía esconder cientos de familias en él. Se imaginó a  pequeñas ardillas en su interior y sonrió adormilada, sería muy fácil dejarse vencer por el sueño ahí… Sin embargo, el papel ceñido a su mano se lo impedía.
—Aquí vamos —se alentó a sí misma, creyendo oír un ruido de tambores como música de fondo.
Desplazó los dedos por la hoja, exigiendo otra versión, mas la tensión en sus nudillos lo que evidenciaba no era una orden sino una súplica.
¿Qué diablos había hecho?
Descruzó sus piernas un par de veces, releyendo una y otra vez las líneas que parecían ser mentira, Mel quería que lo fueran.
«¿Y si te quiero de verdad?», le había escrito Daniel en más de una estrofa. Mel no supo si enojarse porque él insistía en burlarse o sentirse horrible por haber arruinado, probablemente su única oportunidad concreta con él. Se puso en pie, tan lento como podía hacerlo alguien que no sentía el piso bajo sus piel, concluyendo con ironía que, por muy hermosas que le parecieran sus palabras, hubiera deseado que en lugar de una carta de amor, se hubiese tratado de su número, al menos así hubiese podido llamarle y solicitar su perdón.