Nunca protestes contra el árbitro


Nunca me consideré una persona particularmente enfermiza, si quitas aquella vez en que Tobías Andrade me contagió la varicela cuando yo apenas superaba los nueve años de edad, no padecía graves dolencias. Ni siquiera los resfriados se acordaban de mí, pero el rechinar de la radio realmente me estaba causando dolor de cabeza.
—¡El ganador del balón de oro, la FIFA World Player y una innumerable lista de otros títulos está nuevamente en boca de todos!
Suspiré, incluso omitiendo la voz chillona de la locutora, la noticia era menos que patética. ¿Es que acaso no bastaba con la guerra y pobreza que padecía nuestro mundo que además tenían que llenarse las horas de prensa con basura mediática? ¿Qué más daba su nombre o los títulos que había ganado?
Ignoré las basura farandulera que salía de la locutora radial, como también ignoré la broma que le hizo su colocutor, aunque después de un ratito me sentí culpable, tampoco era su culpa. Mal que mal, ella no escogía sobre qué o quién hablar.
—Cambia eso —pedí, pero Jeff sólo negó y continuó sonriendo. Naturalmente, sabía que me molestaba y aunque él no era un fanático del fútbol, estaba bastante segura de que nadie odiaba ese deporte tanto como yo.
—…La noche de ayer se le vio saliendo de una renombrada discoteca en Madrid, ciudad donde como bien sabrán reside su club y pongan mucho atención, porque lo que viene ahora es interesantísimo…—¡Claro!, tan jodidamente interesante como lo que mi vecina comió ayer. En serio, esta basura no valía mi tiempo—. Aunque el delantero del Moncloa se negó a dar declaraciones, su voluptuosa acompañante no tuvo reparos en sonreír ante las cámaras…
Olvidé por un minuto que era una persona civilizada y apreté el Off.
—Así está mejor.
—No tenías porque hacer eso.
Fingí que la vista de la ventana era lo suficientemente gloriosa como para merecer su atención, cosa poco probable teniendo a una versión mejorada del hijo de Zeus sentado a mi lado.
—Tú sólo cállate y conduce.
Esta vez solo gruñó.
***
—Con 17,19 es talla 14 —dijo la dependienta de Joyerías Cartier y yo asentí, eso sí, sin dejar de observar el anillo… el terriblemente costoso anillo.
—Justo como pensaba —admitió Jeff aliviado, deslizando su dedo por la joya en mi mano. Un diamante de 0, 15 quilates y una montura de oro blanco eran más que suficiente para deslumbrar a una chica, Jeff lo sabía por supuesto y si alguna vez tuvo dudas, estoy bastante segura de que mi expresión las disipó.
—Es maravilloso —atiné a comentar, aunque quería decirle un montón de otras cosas, de todas formas él lo entendió y me regaló esa sonrisa que yo conocía de memoria, pequeña y tímida, la fórmula perfecta para hacerme divagar, tartamudear y sonrojarme, todo en uno.
El muy bribón…
Intenté recomponer mis facciones a medida que alejaba mi mano de su toque, era cálido y suave, para nada similar al mío que parecía tan áspero como las manos de un chico. Excepto que Jeff era un chico y poseía las manos más suaves del mundo, aún se negaba a rebelarme su secreto. Yo en cambio las tenía repletas de cortes y quemaduras. Supongo que trabajar de camarera no es la mejor forma de mantener unas manos bien cuidadas, súmale a eso que me comía las uñas…
Mi grado de nerviosismo llegó a su tope cuando escondí las manos tras mi cintura, para ese entonces era horrorosamente consciente de la disparidad de géneros. Desde luego, Jeff ya se había percatado de mi incomodidad, dado que me conocía mejor que nadie. No dijo nada y en lugar de salir con un comentario cursi como «Las manos heridas son sinónimo de manos trabajadoras», dichos que no me hubieran molestado, pero que aún así me hubiera negado a creer, se dirigió a la dependienta.
—Lo llevamos.
La mujer asintió, prácticamente vi luces de alegría resplandeciendo en sus pupilas color carbón, su cabello, pulcramente tomado en una trenza, también parecía tener esa tonalidad y si no fuera por las pequeñas franjas albinas insinuándose en sus patillas, hubieras pensando que el color era natural. Aunque, de todas formas no aparentaba más de cuarenta, bastante afortunada si me preguntan. Incluso con los veintidós años apenas cumplidos, no existe un solo día en que no me echen más de veinticinco. No es que me queje… No mucho de todas formas.
Me quité el anillo, en honor a la verdad me sentía bastante triste, pero lo disimulé con una eufórica sonrisa, el hecho de que tuviera hoyuelos en mis mejillas ayudaba bastante en ocasiones como esta.
Naturalmente, la dependienta nos dio un discurso bastante elaborado sobre lo afortunados que éramos por llevarnos un diseño único en su clase, supongo que les diría lo mismo a todos sus clientes, cuando la conversación se tornó a que el oro blanco era de primera ley, decidí esperarlo en las afueras del local.
Quince minutos después, me sonrió feliz con un extraño bulto en su bolsillo izquierdo. Era una fortuna que tuviera su vehículo estacionado prácticamente al borde de la vitrina ya que su expresión gritaba “Asáltenme” por donde quiera que le mirases.
Era un estúpido… Y yo quería a ese estúpido.
El humilde Peugeot desentonaba bastante con el paisaje, estábamos en el barrio Salamanca ¡En plena Calle Serrano!, lo cierto es que era la zona más adinerada de la ciudad y pese a su marca, el modelo del vehículo parecía ser de principio de los noventa.
Comprar ese anillo debió costarle por lo menos la mitad de sus ahorros… Recordarlo hizo que una repentina furia me cegara.
—No deberías haberlo hecho.
—¿Qué cosa? —me preguntó— Espera, ¿Te refieres al anillo? —no debería sonar tan desconcertado, con cejas alzadas y todo el asunto, su incredulidad me hizo sentir casi responsable. Él no tenía la culpa, Jeff no era el responsable de que yo…
—Es demasiado —admití, soltando un poco la tensión de mis hombros.
—Nunca es demasiado cuando se está enamorado —maniobró hacia la derecha. No hubiera sido tan brusco si el auto fuera más nuevo, pero dado que no lo era… Mi frente y mejilla degustaron a la perfección la frialdad y dureza de cristal, en serio la ventana de un vehículo podía llegar ser un arma letal.
Jeff se orilló al instante y en cuanto el motor estuvo en silencio se giró hacia mí con el horror impreso en cada una de las facciones de su hermosa cara, me recordé que había recibido un golpe y seguramente me había dejado más tonta que de costumbre.
—Estoy bien —me adelanté a decir antes de que él pudiera decir nada, pero no lo estaba… No lo estaba en absoluto.
—¡Lo siento tanto! —Enterró ambas manos en los bordes de su sien, agarrando su cabello y dejándolo con una apariencia chamuscada, me provocó reír— Son los amortiguadores, sabía que debía cambiarlos, pero…
—Pero en cambio preferiste comprar esa frivolidad.
Jeff arqueó una ceja.
—¿Frivolidad? —me dijo— Pensé que te gustaba…
Una ola de calor me sacudió con fuerza, reemplazando mi cólera anterior por una terrible vergüenza. La había jodido.
—Me gusta
—¿Entonces?, pensé que estábamos bien —desvió su vista hacia al frente, al parecer ya no le apetecía mirarme—… Pensé que estabas bien con esto.
—¡Lo estoy! —, sin embargo lo que sentía estaba lejos de estar bien.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Ocurriste tú…
Luego lo besé.
***
Llegué a casa pasada la medianoche, si por casa se entiende un cuartucho que no superaba los 4x4. Vale, tal vez estaba siendo un poco melodramática debido al alcohol, de todos modos tenía todo lo que necesitaba: baño, cocina y cama. ¿Quién necesitaba más?.
Rebusqué en los bolsillos de mis vaqueros por si encontraba las condenadas llaves. Derecho: vacío; izquierdo: igual. ¿Bolsillo trasero?...
—Ups —, no tenía. Algo comenzó a vibrar en mis pechos… concretamente el temblor provenía de uno de ellos, el que tenía el tatuaje.
Con lo que esperé fuera un gesto sutil, introduje mi mano buscando el origen de la convulsión, lo hallé, era mi celular, más específicamente un mensaje de texto que tenía como remitente la compañía operadora. Decidí que lo mejor sería eliminarlo, no necesitaba más deudas que pagar, supuse que mañana me arrepentiría de eso, culparía a ese vodka, por supuesto.
Luego, hice un gran esfuerzo para ser capaz de ver la hora, el alcohol suele ser malo con algunas personas, yo particularmente pertenecía a la categoría de “esas” personas.
No era realmente tarde… o no lo sería si estuvieras planeando salir un viernes por la noche, por otra parte yo había sacrificado mi único sábado libre en el mes para escoger un anillo de compromiso… Anillo que ni siquiera sería para mí, todo lo que debía hacer era acompañar a Jeff a ir de compras… O al menos de eso intenté convencerme: «Será fácil, sólo mirar un montón de piedras caras y fingir que mi corazón no se sale cada vez que él me regale una sonrisa».
No fue fácil en absoluto, en lugar de mirar me dediqué a fantasear. Por supuesto, nada de ello hubiera pasado si Jeff no me hubiera pedido que ejerciera la labor de maniquí.
«Tienes las mismas manos de Diana». Había dicho él, convenientemente olvidó añadir que lo otro que teníamos en común era… nada, probablemente el tamaño nuestras manos fuesen similares, ambas teníamos unos dedos extremadamente largos, algo bastante ventajoso cuando trabajas de camarera. Pero hasta ahí llegaba nuestro parecido, lo que estaba perfecto dado que lo único que necesitaba Jeff eran las medidas para el anillo.
Fui una estúpida.
En cuanto le dejé saber que yo no estaba bien todo se tornó de mal a peor. Él me había preguntado qué ocurría.
¡¿Qué ocurría?!. Parecía una pegunta inofensiva, bastante común si me lo preguntan… Entonces ¿por qué tuve que responder semejante idiotez?. Pude decirle que me dolía la cabeza, o aún mejor que extrañaba el tiempo juntos, como amigos claro…, pero en lugar de todo eso le había dicho «Ocurriste tú», y de paso había enviado dos años de incondicional amistad a la basura.
Lo había besado… Y él no me había respondido.
Ahora él conocía mis sentimientos y me había dejado saber, de forma bastante educada, que no me correspondía.
Me dejó en la estación de metro próxima a mi casa y luego partió con su destartalado Peugeot a toda la velocidad que el vehículo le permitía, yo en cambio me di la media vuelta y partí al bar más cercano, no era el mejor pero al menos abría las veinticuatro horas… Y ni siquiera era la hora de comer.
—Joder —hipee, había perdido la cuenta de las veces que lo había hecho desde que había llegado, era mejor que eructar en todo caso.
Finalmente encontré las llaves de mi pequeño rincón feliz, resultó que el bolsillo izquierdo tenía otro bolsillo, todavía más pequeño, en su interior.
—Hogar —los ojos me dolían… al igual que mi pecho— Dulce hogar —alcancé a dar cinco pasos antes de chocar contra el borde de mi cama, efectos secundarios de vivir en una caja de zapatos. A continuación me dejé caer en el colchón… No era de una marca de renombre, la verdad es que lo había conseguido de segunda mano, por lo que ni siquiera tuve la fortuna de rebotar.
Cerré los ojos ignorando las náuseas, intentaba fingir que la quemazón en mi garganta era parte de mi imaginación, al igual que el rechazo de Jeff. Sin embargo no lo era, por mucho que me lo repitiera y quisiera creerlo, había sido real… tanto como su mirada cuando dijo «Basta», mientras me alejaba de su cuerpo y yo me despedía de sus labios.